
El silencio no es solo la falta de ruido. A veces es lo que queda cuando ya no hace falta decir nada. Se instala entre las personas, se queda ahí, y dice cosas que las palabras no alcanzan.
Hay silencios que nacen de la comprensión. Momentos en los que el otro está tan presente que hablar sería casi una interrupción. No porque no haya nada que decir, sino porque todo ya está dicho de otra forma. Una mirada, un gesto mínimo, el simple hecho de compartir el espacio. En ese silencio uno se siente acompañado sin explicaciones.
Ese silencio se parece a una montaña. Está ahí, firme, sin moverse, sin exigir atención. No necesita intervenir para hacerse sentir. Guarda historia, sostiene el paisaje, observa. Así es el silencio que acompaña: no corrige, no empuja, no explica. Solo está, y eso alcanza.
También hay silencios que consuelan. Aparecen en la tristeza, en la pérdida, cuando las palabras suenan torpes o vacías. En esos momentos, compartir el silencio es una forma de cuidado. No hay frases que arreglen nada, pero sí hay presencia. El silencio se vuelve un refugio donde uno puede quedarse un rato, sin prisa, sin respuestas.
Ese silencio se parece a un lago quieto. No pide nada. Refleja lo que se acerca a él. Uno se sienta, mira, respira, y algo adentro empieza a acomodarse. No porque el dolor desaparezca, sino porque encuentra un lugar donde quedarse sin hacer ruido.
Pero no todos los silencios son así. Hay silencios tensos, cargados de palabras que no se dijeron. Se sienten en el cuerpo. En el aire. Parecen calma, pero no lo son. Guardan algo que tarde o temprano busca salir. Como el agua antes de moverse, como una quietud que no es descanso.
Y hay silencios más difíciles todavía: los del miedo. Cuando callar no es elección, sino protección. Ese silencio pesa. Aprieta. No da refugio, da inmovilidad. No permite pensar con claridad ni avanzar. Es un silencio que oscurece.
También existe el silencio elegido. El que se guarda para decir que no. No grita, no discute, pero se mantiene firme. Es una forma de resistencia que no necesita explicarse. Un silencio que sostiene una decisión.
Y está, por último, el silencio que crea. El que se busca para escribir, para pensar, para escuchar lo que todavía no tiene forma. No es vacío. Es espacio. Ahí nacen ideas, se ordenan emociones, aparecen palabras que antes no estaban.
Con el tiempo, uno entiende que el silencio no es una sola cosa. Puede cuidar o incomodar, sostener o paralizar. Puede ser refugio o advertencia. No es ausencia: es otro lenguaje. Uno más lento, más hondo. Y aprender a escucharlo —de verdad— es también una forma de aprender a escucharnos.
Dorys Rueda, Reflexiones Volumen 2, 2026.
