Hoy no hablaremos de milagros extraordinarios ni de sucesos sobrenaturales. Vamos a detener la mirada en aquellos que suceden en silencio, en medio de la rutina diaria, sin anunciarse.
Son momentos sutiles que, por lo general, dejamos escapar sin darnos cuenta de su magnitud. Tan sencillos y fugaces que ni siquiera los reconocemos como milagros. Y sin embargo, ahí están: transformaciones silenciosas que enriquecen nuestra existencia.
En esta reflexión, quiero invitarles a hacer una pausa conmigo en esos instantes cotidianos que, aunque suelen pasar desapercibidos, transforman lo común en algo profundamente extraordinario.
Uno de esos milagros ocurre cuando una palabra o conversación llega en el momento justo. Como si el universo hubiera hecho una pausa para ofrecernos la respuesta que ni siquiera sabíamos que necesitábamos. Es un instante que fluye con naturalidad, como un río que, tras recorrer caminos sinuosos, encuentra su cauce perfecto. Entonces las palabras se convierten en puente entre el caos y la calma, y todo encaja sin esfuerzo, como si la vida supiera que era el momento exacto para regalarnos claridad.
Así como las palabras oportunas nos devuelven el equilibrio, también hay silencios que sostienen. Otro de los milagros más profundos se da cuando, después de una larga lucha interna, aparece una calma inesperada. Es como si, tras una tormenta furiosa, el viento se aquietara y el aire se volviera liviano, casi sagrado. La paz llega sin pedir permiso: no borra el dolor, pero nos ofrece una nueva forma de habitarlo. Es un respiro hondo, una reconciliación silenciosa con lo vivido.
A veces, el milagro se manifiesta cuando dejamos de buscar con ansiedad, cuando soltamos el control y permitimos que la vida respire por sí sola. Entonces, sin previo aviso, aparece lo que tanto anhelábamos: una solución inesperada, una idea luminosa, una señal que disipa la incertidumbre. No llega por insistencia, sino por disposición. Es como tropezar, sin querer, con una flor diminuta que crece bajo una piedra que parecía solo obstáculo. Lo que antes era peso, ahora revela belleza. Así comprendemos que algunas respuestas no se alcanzan por presión, sino por pausa; no por la fuerza de la búsqueda, sino por la sabiduría de confiar.
Estos pequeños milagros ocurren cada día y, aunque a menudo pasen desapercibidos, tienen el poder de transformarnos. Nos recuerdan que lo extraordinario no siempre resplandece ni irrumpe con estruendo. A veces se esconde en lo más simple: en un gesto sutil, en una presencia silenciosa, en un instante compartido que no necesita palabras para tocar el alma.
Si afinamos la mirada y entrenamos el corazón para percibir con hondura, descubriremos que la vida está tejida de milagros. Están ahí, siempre presentes, esperando ser reconocidos.
Dorys Rueda, Reflexiones 2025