El tiempo, casi siempre, avanza con paso firme. Corre, mide, ordena. Pero hay momentos en que algo más profundo sucede y, sin previo aviso, se detiene. No porque se rompa, sino porque se repliega. Como si entendiera que hay experiencias que no pueden contarse en minutos ni medirse en horas.
Esta reflexión nace de ciertos instantes que la vida, sin pedir permiso, ha dejado en mí: momentos de belleza luminosa y de silencios irreparables. En ellos, lo que dolía no se medía y lo que conmovía no se explicaba. Solo quedaba estar.
Fue allí, entre lo que se abría y lo que se perdía, donde comprendí que el tiempo, a veces, simplemente se detiene. Y por eso escribo: para nombrar, sin apuro, esos espacios donde la vida se volvió más real que el tiempo mismo.
El tiempo se suspende cuando un hijo llega al mundo y la vida se abre, desbordada de asombro. Todo lo medible se disuelve. El instante no avanza ni retrocede: solo late, como si respirara.
En ese pulso nace una sinfonía secreta. Cada latido se convierte en instrumento, cada respiración marca el compás. Suenan violines que rozan la luz, oboes que acarician el aire, flautas que susurran inocencia y timbales que anuncian lo nuevo.
No hay batuta visible y, sin embargo, cada sonido entra en su momento exacto. La admiración dirige desde el silencio; lo invisible sostiene el ritmo. No hay público, pero sí testigos intangibles: el asombro, la ternura, el temblor de lo sagrado. Y ante ese concierto irrepetible, el tiempo mismo se inclina y reconoce que ninguna urgencia importa frente a lo bienaventurado.
También el tiempo se detiene cuando una melodía irrumpe sin aviso y nos arranca del presente. Basta un acorde, una voz o una frase para que el alma se desplace y el pasado, hasta entonces callado, comience a girar.
Ese giro se convierte en un vals sin escenario, sin salón de baile, pero con todo el vértigo de lo vivido. Los violines giran como faldas antiguas; el clarinete dibuja puentes entre lo que fuimos y lo que todavía nos nombra. El arpa cae como lluvia sobre la piel del tiempo y los contrabajos sostienen un suelo que apenas recordamos. Todo gira. Todo vibra. Y el tiempo, desconcertado, se arrodilla, porque no existe reloj capaz de medir la intensidad de una emoción que regresa sin aviso.
Y así como la música nos arrastra hacia adentro, también lo hace una mirada de amor. No una cualquiera, sino esa que no necesita palabras, que se posa sin prisa, como si supiera que todo ya está dicho.
En ese cruce de respiraciones quietas, el mundo se desvanece y solo queda el temblor compartido del instante. Una mirada así es como una obra musical perfecta: conmueve no por lo que dice, sino por lo que despierta. No pide comprensión, solo apertura. Y en ese instante pleno, el tiempo se rinde, porque el amor, cuando está presente, no necesita medida.
El tiempo también se detiene ante lo divino. No ante una idea ni ante una certeza, sino ante una presencia que brota desde dentro y se siente sin contorno. No hay palabra que lo nombre: solo un temblor sagrado que dilata el alma, mientras el cuerpo calla, la mente se rinde y lo invisible comienza a latir con una claridad sin figura.
Esa experiencia no inmoviliza, sino que armoniza. Es una quietud que se parece a la música: como una pieza de piano que cae sobre el silencio con la suavidad de lo esencial. Entonces, sin esfuerzo, el tiempo se repliega. No porque se rinda, sino porque reconoce que ha sido superado por algo mayor.
Pero también se detiene ante el dolor extremo. Ese que irrumpe sin aviso: una noticia devastadora, un diagnóstico que trastoca los días, una pérdida que desordena el mundo.
La casa sigue en pie, pero resuena distinta. La ausencia ocupa el espacio con una densidad que no se puede nombrar. No hay música interior que sostenga, solo un silencio sin compás. En ese vacío absoluto, el tiempo queda suspendido. No porque se rinda, sino porque reconoce que ha llegado a un umbral donde no puede avanzar. Y en ese umbral, lo único posible es habitar desde dentro.
Así, ese viajero incansable que rara vez se detiene, se interrumpe frente a lo verdaderamente esencial: la vida que comienza, la música que conmueve, el amor que toca, la divinidad que se manifiesta, el dolor que abruma.
No es rendición, es reconocimiento. El tiempo se repliega, se diluye, se vuelve invisible. Y en su silencio nos concede algo sagrado: la eternidad contenida en un solo instante.
Dorys Rueda, Reflexiones, 2025