La ausencia puede entenderse como un sistema lingüístico: funciona como una gramática viva que articula silencios, fractura el sentido y altera la percepción del tiempo.

Así como el lenguaje tiene reglas, formas, pausas y estructuras que dan sentido a lo que se dice, la ausencia tiene su propia manera de expresarse, aunque no use palabras. Está hecha de lo que falta, pero también de lo que permanece: en lo que se evita nombrar, en lo que no se dice, en lo que todavía duele.

En la gramática de la ausencia, la sintaxis se quiebra. Las oraciones dejan de seguir su curso natural: el sujeto se desvanece —ya no hay “quién”—, el verbo queda suspendido, como un gesto que nunca se concreta, y el objeto se disuelve en la niebla. Es como querer decir “Él me llamaba cada noche” y quedarse apenas en “Él”, porque lo demás ya no encuentra sentido. Así, también la estructura del pensamiento se interrumpe, detenida en un vacío que no logra articularse.

En la morfología —la forma interna de las palabras—, la ausencia lo disuelve todo.

Las palabras pierden su forma, dejan de encajar. Ya no tienen cuerpo ni sostén. Se transforman en fragmentos que flotan sin llegar a unirse. Como cuando alguien intenta recordar la voz de una persona que ya no está y solo le llega una sílaba suelta, una palabra borrosa, una frase incompleta. Abrimos una nota escrita a mano, sin firma ni fecha y no sabemos si era un saludo o una despedida.

En la ausencia, la puntuación —que suele ordenar el discurso— adquiere una carga emocional.

La coma deja de ser una simple pausa: se convierte en una respiración que contiene el llanto. El punto y coma es una espera sin resolución, el intento de continuar cuando no se puede. El signo de interrogación refleja dudas que no obtienen respuesta: ¿por qué se fue?, ¿qué habría pasado si…? Y los puntos suspensivos son el símbolo perfecto de lo inconcluso: lo que queríamos decir, pero no dijimos.

La elipsis —lo que se omite— cobra un valor inmenso en el lenguaje de la ausencia.

Lo no dicho se vuelve más poderoso que lo expresado. Como cuando evitamos mencionar a alguien para no remover el dolor o cuando una foto queda boca abajo, no por descuido, sino por respeto o por miedo. La ausencia se manifiesta en lo que se guarda en silencio: en una carta que no se envió, en una respuesta que nunca llegó, en un gesto que quedó atrapado en el pensamiento.

Narrativamente, la ausencia también construye un relato.

No es una historia con inicio, nudo y desenlace. Es una trama fragmentada, hecha de pausas y evocaciones, de escenas sueltas que regresan una y otra vez a la memoria. Como cuando una canción nos arrastra al pasado o un olor despierta la presencia de alguien que ya no está. La narración no avanza en línea recta, porque lo perdido permanece vivo en lo que sentimos y en lo que imaginamos que pudo ser.

Incluso el tiempo se altera con la ausencia. Un segundo puede parecer una eternidad y una hora puede pasar sin que nada cambie por dentro. Hay días que duelen más que otros sin razón aparente. Basta una fecha —un cumpleaños, un aniversario— para que todo se detenga. El tiempo deja de medirse con relojes y comienza a medirse con emociones: con lo que falta, con lo que no vuelve.

Y sin embargo, la ausencia no es solo vacío. Tiene un lenguaje propio.

Habla sin palabras: desde los objetos que permanecen intactos, desde las rutinas que nos resistimos a cambiar, desde el silencio que se cuela en una conversación. Es una sombra fiel, una presencia invisible pero palpable. Un lugar vacío en la mesa, una frase que evitamos pronunciar, un gesto que repetimos sin saber por qué.

En lo que falta también habita el amor. No necesita estar presente para persistir: se alimenta de la memoria, se sostiene en lo no dicho. No se trata de explicarlo, sino de sentirlo. Y ese amor, aunque intangible, permanece: vive en lo que fuimos, en lo que no alcanzamos a ser y en lo que —de algún modo— todavía sigue siendo.

 

Dorys Rueda, Reflexiones, 2025.

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  • homeLa autora Dorys Rueda, 13 de Febrero del 2013.
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