ENTRE RUGIDOS Y RESPIRACIONES

 

 

No es fácil ser el villano de un cuento infantil.
No hay jubilación, ni aplausos, ni licencia por trauma narrativo.

Durante años me señalaron con el dedo,
me temieron, me parodiaron en escuelas, caricaturas y musicales.
El cazador se llevó la gloria;
la abuela consiguió beca vitalicia en los festivales literarios;
y yo terminé vetado de los bosques públicos por “conducta inapropiada”.

Créanme: el estigma pesa más que el hambre.

Así que decidí rehacer mi vida.
Me fui del bosque y alquilé un departamento modesto.
Ahora vivo en un condominio para personajes retirados,
en las afueras del bosque encantado.
Bosques del Crepúsculo lo llaman en las redes,
aunque nosotros preferimos decirle El Asilo de las Fábulas.

Mi vecino es el flautista de Hamelín,
que cada tarde toca su flauta y espanta a los gatos del vecindario,
lo que lo hace bastante impopular.
Más abajo está el taller de Blancanieves,
que ahora da clases de cocina saludable —sin manzanas, por precaución—,
y al frente están los tres cerditos,
que administran la junta de vecinos
con la manía de reforzar muros que ni los vientos del cuento se atreven a tocar.

Yo, en cambio, paso las tardes leyendo libros de autoayuda —
Cómo dejar de ser el malo del cuento —
y tomando infusiones sin cafeína.
Pero nada funciona.
Cuando la luna está llena, los recuerdos muerden más fuerte.
Así que los martes voy a terapia.
La dirige Caperuza Roja.

Sí, esa misma.
Así le gusta que la llamen ahora,
nada de diminutivos.

La primera vez que entré a su consulta pensé que me había equivocado de cuento.
Allí estaba ella, con gafas de montura roja,
libreta en mano y una serenidad tan inquietante
que casi olvidé haber intentado comérmela hace años.

Me pidió que hablara de mi infancia:
le conté del bosque, de la soledad, del hambre,
y de esa manía de los narradores por pintarme de colmillos y sombras.
Caperuza asintió con empatía
y escribió algo que jamás me mostró.
Dijo que mi problema no era la ferocidad, sino la fama.

Desde entonces, cada martes hablamos de mis viejos impulsos de cuento:
esa costumbre de morder antes de pensar,
de defenderme con rugidos cuando bastaba una frase.
Caperuza dice que debo aprender a convivir con mi pasado
sin volver a morderlo.
A veces me enseña ejercicios de respiración —
“inhala calma, exhala colmillo”.

La semana pasada me felicitó:
ya no gruño cada vez que pronuncia la palabra abuela.
Le sonreí con todos los dientes,
y ella fingió no darse cuenta.

Al final de la última sesión me ofreció una galleta vegana.
—Prometo que no tiene abuela —dijo con una sonrisa.
Y los dos reímos,
porque el humor también sabe curar las cicatrices de los cuentos.

 

 

 

  VACACIONES EN ROJO 

     

Después de que el lobo terminara sus terapias conmigo, mi consulta se llenó.
El lobo se volvió mi mejor publicidad: escribió un libro, dio charlas TED y fundó un centro de rehabilitación para villanos arrepentidos.

Desde entonces, recibo criaturas de todo tipo: brujas con culpa postpócima, ogros en crisis de autoestima, hadas agotadas de conceder deseos imposibles y príncipes con síndrome de protagonismo crónico.

Al principio era gratificante.
Cada sesión me hacía creer que el bosque podía sanar, que no todo final debía llevar moraleja.
Pero después llegaron los lunes infinitos, los martes con aroma a trauma y los miércoles donde hasta los unicornios lloran.
No existe diplomado capaz de preparar a nadie para tanto llanto narrativo.

Así que decidí tomarme unos días.
Cerré el consultorio y colgué un cartel:
“Atención suspendida por exceso de drama”.

Mi destino era obvio: la casa de la abuela.

Cuando llegué, me preguntó:
—¿Tú quién eres, niña del gorro rojo?
—Soy tu nieta, abuela —respondió Caperuza, intentando sonreír.
—Ah, pensé que eras la del noticiero mágico —dijo la abuela—, esa que siempre anda contando tragedias de princesas.

Caperuza sonrió. Era mejor no corregirla.

Se dio cuenta de que la abuela estaba perdiendo la memoria.
Así que la llevó al médico del reino —un gnomo jubilado con diploma en geriatría fantástica—, pero el diagnóstico fue claro:
“Pérdida progresiva de memoria de cuento”.

Desde entonces, cada tarde Caperuza la visita con un termo de manzanilla y un ejemplar del viejo relato.
Lo leen juntas, aunque la abuela ya no teme al lobo: ahora lo invita a cenar y le guarda galletas en el congelador.

—Siempre me cayó bien ese muchacho peludo —dice—, solo estaba mal alimentado.

Caperuza suspira. A veces la corrige; otras, prefiere dejar que el olvido invente.
Una vez, la abuela confundió al cazador con un instructor de zumba.
Otra, aseguró que el bosque era un centro de retiro espiritual donde los árboles cobraban por sesión y ofrecían descuentos a los que meditaban en silencio.

En una de esas tardes, la abuela preguntó:
—¿Y tú por qué siempre usas esa capa con gorro rojo?
—Porque me recuerda quién soy —respondió Caperuza.
—¿Una terapeuta o una señal de tránsito? —preguntó la abuela—. Con esa capa, hasta el lobo frena por precaución.

Caperuza rió, le besó la frente y pensó que, en el fondo, tenía razón:
hay colores que no se visten, se habitan.

—Bueno —añadió la abuela, sirviéndose más té—, mientras no te dé por usar capa amarilla… ya tenemos una Ricitos en el barrio y es insoportable.
—Y si te cruzas con el lobo —continuó—, dile que venga por las galletas, pero que esta vez traiga conversación, no colmillos.

Caperuza sonrió y acomodó la capa sobre sus hombros.
La luz de la tarde entraba por la ventana como una página que se resistía a cerrarse.
En el reloj del muro, las horas parecían dormidas y el silencio tenía sabor a té y memoria.
Pensó que, tal vez, esa era la verdadera terapia: seguir encontrando ternura en los gestos de quien empieza a olvidar los nombres, pero nunca el amor.

 

 EL NARRADOR

  

 

 

Siempre creí que guiaba este cuento.
Durante años moví a la niña, al lobo y al cazador
como piezas acostumbradas a obedecer.
Moraleja firme, camino seguro.
Todo bajo control.

Hasta que dejaron de ser míos.

El lobo —mi antiguo villano—
ahora vive tranquilo, toma infusiones calmantes
y va a terapia los martes.
Caperuza, en cambio, escucha a medio reino
con la paciencia que jamás le escribí.
La abuela invita al lobo a cenar
y hasta le guarda galletas.
Mi cuento nunca tuvo galletas.

Entonces lo entendí.
No buscaban mi permiso,
solo su forma de existir.

Descubrí que mi papel no era corregirlos,
sino acompañar este desorden luminoso
que llaman libertad
y que a mí, al inicio, me sonó a pérdida.

Pero no lo era.
Habían crecido,
aprendido a narrarse solos.

Por eso hoy cierro el cuento sin imponer el final.
Los dejo ir.

Y mientras avanzan por el borde de la página,
comprendo lo esencial:

Un cuento madura
cuando ya no necesita al narrador
para tener corazón propio.

 

 

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  • homeLa autora Dorys Rueda, 13 de Febrero del 2013.
  • mailelmundodelareflexion@gmail.com
  • mapOtavalo, Ecuador, 1961.

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