
Caminaba hacia la tienda de la esquina,
dejando que la mañana
se desplegara a su propio ritmo.
A mitad del camino lo vio:
joven, mochila al hombro,
posible estudiante de la Central,
rostro que su memoria,
con su costumbre de inventar historias,
juró reconocer.
Levantó la mano, confiada,
convencida de haberlo visto antes:
—¡Buenos días!
Él sonrió, atento,
con esa amabilidad sencilla
que antes era costumbre entre vecinos
y hoy aparece como un destello.
—¡Buenos días!
respondió, y la conversación surgió sin esfuerzo:
del tráfico insoportable,
de los buses que rugen,
de la inseguridad creciente,
de cómo la ciudad parece correr
aunque nadie tenga prisa.
Todo avanzó sin ruido,
como si la confianza
hubiera llegado un paso antes que ellos.
Al despedirse,
él inclinó la cabeza
y dijo, suave:
—Perdón… ¿nos conocemos?
El silencio quedó suspendido,
ligero, casi divertido.
Se miraron
y la risa llegó sola.
Desde entonces, cuando se encuentran en la tienda,
se saludan con un afecto curioso,
como si fueran viejos conocidos.
Porque a veces basta un malentendido amable
para recordar
que la vida también sabe
sonreír a su manera.
Dorys Rueda, Cuentos para sonreír, 2026.
