
Cada mañana reviso la mesa,
ese territorio mínimo donde la noche deja lo que decide callar.
A veces retira un pensamiento que ya no encaja,
un hilo suelto.
Pero hoy actuó con una delicadeza inquietante:
se llevó mis indecisiones.
No dejó rastro humano.
Solo un desarreglo leve en el aire,
un temblor casi imperceptible,
como la marca reciente de algo que por fin se cansó de dudar.
Deslicé la mano sobre el tapete,
sobre el borde del vaso,
sobre ese aire recién acomodado,
que parecía reconocerse por primera vez.
Todo estaba más quieto.
Pero no era una quietud normal:
era la clase de silencio que sucede
cuando algo invisible termina de moverse.
Me quedé frente a la mesa,
tratando de descifrar qué había cambiado realmente.
La luz parecía más nítida,
como si hubiese aprendido otro idioma
mientras yo dormía.
Y algo en mí lo supo antes que yo.
La noche había movido algo en mi interior,
como quien desplaza una puerta que yo no sabía que tenía.
No corregía nada:
solo dejaba a la intemperie un borde
que aún no aprende a pronunciarse.
Respiré despacio,
como temiendo despertar a la propia mañana.
Sentí que el día me observaba
con una conciencia leve y recién nacida.
Desde entonces camino con cuidado,
como quien lleva en las manos un secreto recién abierto.
No vaya a ser que una madrugada,
sin anunciarse,
la noche decida llevarse también
lo que todavía no he elegido ser.
Dorys Rueda, Cuentos en voz baja, 2026
