
En un cielo de lienzo azul vivía una nube adolescente, soñadora y terca. No quería ser pasajera ni obedecer el curso del viento, como hacían las demás. Soñaba con crear algo que hiciera suspirar al sol o, al menos, arrancarle un “qué talento” a la luna.
Su madre, una nube gris y prudente, intentaba guiarla:
—Flota tranquila, hija. Sé discreta, llueve cuando toca, no inventes rarezas —le repetía cada mañana.
Pero la joven nube tenía otros planes. Mientras las demás se deslizaban obedientes, ella ensayaba en secreto. Modelaba su cuerpo de vapor con ambición artística: un dragón, un barco, una paloma. Todos se le deshacían antes de terminar, pero no importaba. Una nube con sueños no se rinde, se evapora y vuelve a empezar.
Un día, cuando el cielo ardía en tonos dorados, consiguió su primera gran obra: un dragón majestuoso, con escamas de niebla y rugido de trueno. Orgullosa, lo contempló flotando en lo alto.
Las demás nubes la miraron con una mezcla de admiración y envidia.
—Ay, miren a la artista —bufó una nube vieja, inflando su contorno hasta parecer más importante.
—Seguro el viento le sopla inspiración exclusiva —susurró otra, deshecha por los años y sin forma fija.
—Y pensar que yo era tan esponjosa en mis días dorados —añadió una tercera, mirando al horizonte con melancolía vaporosa.
El sol, divertido, se asomó entre las nubes y comentó con aire irónico:
—Vaya espectáculo, un dragón en plena siesta solar. Espero que no me pida iluminación especial para el estreno.
La nube adolescente lo ignoró y siguió corrigiendo su obra. El ala derecha le pareció flácida, el cuello torcido, la cola demasiado modesta. Corrigió, ajustó, rehizo. Al final, su dragón parecía un gato confundido.
—Relájate, hija —dijo la madre—, ni los arcoíris salen iguales.
—Eso lo dices porque siempre llueves redonda —replicó la joven nube, cruzando sus brumas con aire desafiante.
Y así comenzó su etapa rebelde. Contrató al viento como asistente creativo, al relámpago como fotógrafo y al arcoíris como director de color. Cada corrección traía un trueno; cada duda, una llovizna. El cielo se volvió su taller, su drama y su función.
Abajo, los habitantes de la ciudad observaban el cielo con mezcla de asombro y desconcierto.
—¡Presagio! —gritó el herrero, dejando caer el martillo.
—¡Milagro! —exclamó el párroco, alzando la vista con fe repentina.
—Va a llover —dijo la panadera, resignada, mientras corría a recoger la ropa del tendedero.
Solo un niño, sentado en la plaza, levantó la vista y vio belleza donde otros veían caos. Con un palo dibujó un caballo en la tierra y gritó:
—¡Haz este!
La nube, cansada de críticas, obedeció sin pensar. El caballo apareció torcido, feliz, con crines de espuma y patas inquietas. El niño aplaudió, y su risa subió tan alto que despeinó al sol.
Por primera vez, la nube no corrigió nada. Ni el viento, ni el sol, ni su madre lograron convencerla de retocar su obra. Se recostó sobre el horizonte con la serenidad de quien, al fin, se gusta como es.
Desde entonces, cuando el cielo se llena de figuras imperfectas —dragones con joroba, castillos torcidos, caballos que parecen peces y peces que galopan—, las demás nubes suspiran y murmuran:
—Ahí va la adolescente con complejo de genio.
Y aun así, cuando sopla el viento del norte, entre la bruma se adivina su voz juguetona, ligera como una risa:
—Solo una corrección mínima, lo juro, esta sí es la última.

Libro inédito, 2026
