Yo soy el sueño que vino a buscarlo aquella noche.
Lo encontré mirando el techo, sin poder dormir,
mientras el silencio del encierro crecía como una raíz.
Había vuelto de Quito a vacacionar en su ciudad.
Pensaba en amigos, en risas,
en las noches de karaoke donde todos desafinaban felices,
en el humo de la discoteca que olía a promesa.
Creyó que la alegría lo esperaría intacta.
Pero el tiempo se cerró como una puerta,
y el aire empezó a oler a espera.
Entonces aparecí.
Me deslicé entre su respiración y el miedo,
y le mostré un convoy de ayuda entrando en la ciudad —
no del gobierno, sino de otras manos.
Los motores sonaban como una promesa.
Desde la ventana, el joven sonrió.
Por un instante, creyó que el mundo aún podía corregirse.
Pero los sueños no duran.
La imagen se torció:
las mismas cajas, las mismas manos,
y nuevos letreros con precios.
El arroz tenía dueño.
El aceite cotizaba como oro.
El pueblo vendía al pueblo,
y el hambre fingía ser mercado.
Él quiso gritar, pero su voz se hundió en mi niebla.
Todo giraba: luces, rostros, sombras.
Y entonces despertó.
Él despertó.
Yo seguí ahí, respirando dentro de su silencio.
No sabía si me había dejado atrás
o si la realidad había decidido continuar mi trabajo.
Antes de irme, le dejé un eco:
la voz de su abuelo, tan clara que dolía:
“El pueblo siempre paga los platos rotos,
aunque ya no tenga mesa donde ponerlos”.
Y me fui.
Sin cerrar la puerta del todo.