El encierro no se aflojaba.
La familia corrió de teléfono en teléfono,
como quien lanza botellas al mar, esperando respuesta.
Un primo llamó a un amigo, el amigo, a un médico.
La noche se volvió un corredor de súplicas,
y las voces se quebraban entre el llanto y la urgencia.
Dentro de la casa, el tiempo no avanzaba:
la mujer respiraba apenas; la luz temblaba sobre su rostro.
Las carreteras estaban cerradas,
los permisos dormían bajo sellos invisibles,
y el cielo también tenía sus límites.
Entonces el tío llamó a un militar,
y el militar, a un piloto.
Esa voz, al pronunciar su nombre,
pareció encender algo en el aire:
una palabra con alas invisibles.
El aire se estremeció,
como si recordara su antiguo oficio de abrir caminos.
Las horas se disolvieron entre el miedo y las plegarias,
mientras la niebla temblaba,
como un pecho inmenso a punto de respirar.
De esa bruma nació el helicóptero,
mitad máquina, mitad milagro.
La levantaron con cuidado, envuelta en su manta floreada.
Por un instante, todo el pueblo flotó con ella.
Y cuando la figura metálica se perdió entre las nubes,
entendieron que no era solo una vida la que ascendía,
sino el propio aire,
recordando que aún sabía abrirse.
Octubre 20, 2025