Antes, la casa olía a fruta.
Cada mañana, el sol entraba por la ventana y encontraba al hombre barriendo y a la mujer regando las macetas.
El aire tenía sabor a sopa tibia, a rutina mansa, a días que pasaban sin herir.
Era una vida pequeña, pero entera.
Ahora, la casa huele a encierro.
Las frutas se acabaron hace semanas; solo quedan unas cuantas verduras marchitas en el canasto.
El gas del cilindro se agota y ella lo enciende con el temblor de quien toca algo sagrado.
Cada llama parece una promesa que podría extinguirse.
Comen poco, más por miedo que por hambre.
El vecino llega cuando cae la noche: tres golpes suaves, una sombra, una funda dejada junto a la puerta.
A veces fideos, otras arroz o solo el silencio envuelto en plástico.
Nadie habla.
Las gracias se dicen con la mirada, antes de que el miedo vuelva a cerrarles los ojos.
Él tiene ochenta años.
Ella, setenta y cinco.
Han dejado de hablar de los hijos, de los nietos, de los días.
El televisor permanece apagado: las noticias duelen menos cuando se imaginan.
No hay teléfono que los acerque; las voces queridas viven del otro lado del aire.
La radio, encendida a ratos, respira entre interferencias, como si tampoco encontrara palabras.
Los días ya no tienen bordes: amanecen y anochecen sin aviso.
Por las tardes, se sientan frente a la ventana.
No se asoman.
El silencio de afuera parece observarlos.
Una vez, el vecino salió en busca de sus medicinas, pero regresó con las manos vacías.
Desde entonces, la incertidumbre duerme con ellos.
Ella sueña con una manzana; él recuerda el olor de los duraznos.
A veces se toman de la mano sin hablar, como si ese gesto bastara para seguir aquí.
Y ambos sienten que la memoria también tiene hambre.
Por la noche, la casa se vuelve más pequeña.
El aire pesa; el miedo crece en las esquinas.
Una vela tiembla, como si respirara con dificultad.
La cera cae despacio, como si el tiempo también se derritiera.
Él la mira en silencio, temiendo que el sueño la aparte de su lado.
Ella lo cubre con una manta, temiendo que el frío haga lo mismo.
Así se cuidan: con miedo, con ternura, con una calma que duele.
El silencio se alarga, denso, interminable.
No saben si esperan el amanecer o el final.
Afuera, el mundo parece moverse, pero ya no confían en el ruido.
Adentro, todo es respiración y sombra.
El gas se acaba.
El aire no cambia.
Y en algún rincón, la noche los sigue mirando,
sin revelar aún si traerá descanso o día.
La casa los guarda, inmóvil,
como si también ella tuviera miedo de despertar.
19 de octubre, 2025