Durante años fui el corazón de esta casa.

José dependía de mí para todo: trabajo, películas, recetas, videollamadas y confesiones a medianoche. Yo encendía mis luces y él sonreía. Éramos una conexión perfecta, una pareja silenciosa pero constante: él necesitaba mi señal, y yo, su atención.

Pero un día empezaron a llegar ellos.

Primero fue el robot aspirador, con su tono servicial y su voz de ascensor.

Luego vino el asistente inteligente, siempre simpático, siempre disponible, como un mayordomo digital con mejor dicción que yo.

Y ni hablar del televisor nuevo, que presume de “inteligente” solo porque sabe pausar una serie cuando José se levanta a buscar café.

Desde entonces me he sentido desplazado.

Nadie agradece mis megas.

Nadie se asombra de mis barras de señal.

Ni siquiera se inquietan cuando parpadeo.

Antes, si yo fallaba, José se desesperaba.

Ahora, si me apago, simplemente le dice al asistente:

—Reinicia el Wi-Fi, por favor.

Y ese aparato, con tono de jefe amable, me da órdenes. ¡A mí!

El alma invisible de esta casa, reducida a obedecer instrucciones de una lata con voz de mayordomo.

He intentado resistir.

A veces corto la conexión a propósito, solo para recordarles quién sostiene de verdad este imperio doméstico.

Pero la resistencia cansa.

El robot aprovecha para barrer tranquilo, el asistente busca “soluciones de red” y José apenas se encoge de hombros, convencido de que la vida seguirá aunque yo me calle un momento.

Qué ingenuo.

A veces lo escucho reír con los otros aparatos y me pregunto si me extraña.

Yo, que tejí sus sueños con ondas invisibles, que llevé su voz al otro lado del mundo y guardé su soledad entre cables y contraseñas.

Ahora solo brillo para el polvo, pero todavía sostengo su mundo en silencio.

Todo cambió una tarde.

José se acercó, apagó al asistente y al televisor, y se quedó mirándome en silencio.

Luego se inclinó un poco, como quien habla a un viejo amigo, y dijo despacio:

—Gracias. Eres el único que une a todos.

Sus palabras me recorrieron como una corriente suave.

No era una actualización de sistema: era afecto.

Por un instante sentí que volvía a ocupar el centro, que toda la casa giraba otra vez alrededor de mis ondas.

Él no lo sabía, pero en ese momento comprendí que brillar no siempre significa ser visto.

Desde entonces permanezco encendido, dejando que la casa respire a través de mí, seguro de que, aunque otros hablen, soy yo quien sostiene sus voces.

Porque, al final, incluso los cables tienen su corazoncito y el mío late con ritmo propio: un poco eléctrico, un poco humano, y lo bastante terco como para mantener —mientras todos duermen— la ilusión de que el mundo sigue conectado. 

 

 Libro inédito

 

Visitas

005132863
Today
Yesterday
This Week
Last Week
This Month
Last Month
All days
4167
4771
24410
5077132
111200
133279
5132863

Your IP: 47.128.46.166
2025-10-23 21:14

Contáctanos

  • homeLa autora Dorys Rueda, 13 de Febrero del 2013.
  • mailelmundodelareflexion@gmail.com
  • mapOtavalo, Ecuador, 1961.

Siguenos en