Yo nunca quise que entrara. Para mí, todo estaba bien antes: mi silla junto al fuego, la casa oliendo a leña y el silencio que parecía hecho a mi medida. Entonces llegó ella, toda pálida y desmayada. “Déjenla entrar”, dijeron los otros seis. ¡Claro! Como si necesitáramos otra boca que ronque por las noches.
Al principio no me caía bien. Demasiado cantarina para mi gusto. Cantaba para barrer, cantaba para cocinar y sospecho que hasta cantaba para dormir. Pero debo admitir que la casa quedó tan limpia que hasta el espejo parecía sonreír.
Todo iba bien hasta lo de la manzana. Ella, con toda su experiencia de vida en el bosque, no sospechó que una anciana con capa negra era mala noticia. Cuando la vimos caer, pensé: “Perfecto, otra vez turnos para lavar los platos y seguro me toca el caldero más grasoso”.
Entonces vino el príncipe. Llegó como si fuera influencer: capa planchada, caballo blanco recién lavado y sonrisa de selfie. Solo le faltó sacar el aro de luz y grabar un tutorial de “Cómo besar princesas dormidas en tres pasos”. Preguntó si podía besarla. ¿Qué se supone que uno conteste? “Claro, pase adelante, aproveche que está inconsciente”.
Y lo peor es que funcionó. La besó, abrió los ojos y en dos minutos ya estaban planeando la luna de miel.
Nosotros ni tiempo de procesar. Apenas nos dimos vuelta y ¡puf!, ya se habían ido, como si hubieran pedido un Uber de fuga romántica con descuento de recién enamorados.
Ahora la casa volvió a ser un desastre, pero no lo confesaré en voz alta: a veces extraño su canto. Si algún día regresa, la estaremos esperando con pluma en mano para firmar un contrato: canto solo después del café, limpieza lunes, miércoles y viernes, reporte obligatorio de manzanas sospechosas y prohibición absoluta de príncipes sorpresa.
Libro inédito