Nacimos una noche de improvisación mágica, en la mesa de trabajo de un Hada Madrina que —con todo respeto— sabía de hechizos, pero no de diseñadores. Si alguien le hubiera preguntado por Dior, habría pensado que era un mago; si le decían Gucci, seguro respondía: “¿y ese de qué cuento es?”. No hubo desfile de temporada, ni catálogo de lujo, ni prueba de tallas. Solo un movimiento de varita, un “plin” y ¡zas!, ahí estábamos: dos gemelos de cristal, brillantes, frágiles y tan transparentes que cualquiera habría pensado que éramos adornos de lámpara. Nuestros tacones parecían listos para sonar en un salón, pero también para quebrarse con el primer paso en falso. Éramos relucientes, elegantes y peligrosamente resbalosos, perfectos para una noche en la que había que entrar deslumbrando y salir corriendo.

No tardamos en encontrar nuestro destino: el par de pies más delicados entre todas las jovencitas del pueblo. Eran tan perfectos que hasta la luz parecía buscarlos para acariciarlos. La madrastra los miraba con el ceño fruncido y sus hijas, con una mezcla de envidia y resignación. Nosotros, hinchados de orgullo, supimos que esos pies eran nuestro lugar en el mundo, nuestro escenario privado. Cada paso que daban nos hacía sentir que no éramos solo zapatos: éramos la antesala de algo más grande. 

La noche se volvió aún más emocionante cuando el Hada Madrina pasó de diseñadora improvisada a directora de logística exprés. Con un par de giros de varita, armó una caravana mágica digna de cuento: la calabaza se transformó en carroza reluciente, seis ratones en caballos que miraban el patio como si fuera su primer día de prácticas, y un gran ratón en cochero, dividido entre el pánico y la emoción de tener las riendas de la historia. Para ponerle la cereza al hechizo, aparecieron las seis lagartijas, convertidas en lacayos con una expresión que gritaba: “¿En serio tenemos que hacer esto?”.

Desde los pies de nuestra joven dueña, pensamos: “Perfecto: somos de cristal, viajaremos en calabaza, escoltados por ratones con vértigo y lagartos con contrato dudoso. Nada podría salir mal”. Con esa mezcla de nervios y glamour, partimos hacia el palacio, convertidos en la procesión más elegante que haya pisado el pueblo.

El palacio era un paraíso para los zapatos: suelos tan pulidos que podíamos vernos reflejados como dos estrellas gemelas. Ella entró y empezó a bailar con el príncipe y allí estábamos, llevados de un lado a otro, girando en cada compás y aferrándonos a sus pies como héroes silenciosos. Cada vuelta era un pequeño susto: temíamos salir disparados y terminar de adorno en la lámpara del salón. Pero aguantamos firmes, orgullosos de sonar contra el mármol y de sostener el paso más elegante que habíamos tenido en toda nuestra breve pero brillante existencia.

Entonces comenzaron las campanadas. Una, dos, tres… cada una sonaba como un martillazo en nuestras suelas. En la once ya estábamos “sudando vidrio”; en la doce, uno de nosotros perdió el agarre y salió disparado. Rodó por las escaleras hasta quedarse brillando en el último peldaño. El otro, aún en el pie, sintió un frío que le recorrió la suela: de pronto éramos medio par en plena misión.

Ahí dejé de ser “nosotros” y pasé a ser solo yo. El silencio fue extraño, como si me hubieran arrancado la mitad del alma y, de paso, mi autoestima. Pasó un rato que se me hizo eterno hasta que el príncipe me recogió con el cuidado de quien sostiene un jarrón carísimo que no quiere pagar si se rompe. Y entonces empezó el temido tour de pies: un desfile interminable de dedos en rebeldía que parecían tener vida propia, talones que gritaban “¡spa urgente!” y empeines que intentaban convencerme a empujones de que “sí entro, solo empuja un poco más”.

A partir de ahí, todo fue una prueba de resistencia. Hubo pies fríos, pies sudorosos y uno que juraría estaba embadurnado en talco como si eso fuera a engañarme. Si hubiera tenido voz, habría suplicado: “¡Basta! Soy zapato de gala, no prueba de elasticidad”. Con cada intento sentía que mi pobre arco se iba doblando un poco más, como si yo mismo estuviera haciendo yoga forzado. En un punto, hasta pensé en pedir baja médica por riesgo de fractura.

Y esto, lo descubrí después, no era más que el calentamiento para lo que vendría en la casa de la madrastra. Ella me probó con la seguridad de quien está convencida de que todo le queda: empujó el pie como quien trata de meter maletas en un baúl pequeño. Luego vinieron sus hijas, una tras otra, como si esperaran su gran audición. Una intentó entrar de puntillas; la otra estiró los dedos como si eso pudiera achicarlos, y yo rezaba internamente para no convertirme en polvo de cristal.

Y entonces pasó lo inevitable: ella apareció. No hicieron falta palabras ni presentaciones. Al verme, sonrió con esa certeza que tienen las cosas que encajan. Me levantaron con cuidado y, por fin, volví a su pie. Entré sin esfuerzo, sin empujones ni mantequilla. En ese instante dejé de ser un zapato perdido: volví a ser parte de un par, completo y orgulloso.

Lo que siguió fue un torbellino: el príncipe le tomó la mano, sonaron vítores y, en un abrir y cerrar de ojos, hubo boda. Sí, boda. Estuve allí, brillando más que los candelabros, mientras mi gemelo y yo pisábamos el suelo como verdaderas celebridades del cuento.

Hoy vivo en un lugar seguro, lejos de escaleras traicioneras. Y, aunque digan que el mérito fue del hada madrina, del príncipe o de la calabaza, yo lo tengo claro: aquella noche, fue un zapato de cristal el que cambió la historia.

 

 Libro inédito

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  • homeLa autora Dorys Rueda, 13 de Febrero del 2013.
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