En esa casa, abrir la refrigeradora era un ritual de indecisión.

Siempre había alguien parado frente a ella, mirando su interior como quien espera una revelación: dudando entre el queso y el jamón, el yogur o la leche, el pan o las tortillas, o si elegir la gelatina en lugar del dulce de frutillas.

La refrigeradora observaba en silencio. Cada vez que la dejaban abierta de más, parecía contener la respiración, como si el frío se tensara, esperando que de una vez decidieran qué querían.

Hasta que una noche, mientras todos dormían, decidió que había llegado el momento. Un leve zumbido hizo vibrar la cocina y despertó a la licuadora, que giró sus aspas soñolientas.

—¿Qué pasa? —preguntó el microondas, encendiendo su luz como una linterna de vigía.

—Reunión urgente —dijo la tostadora, lanzando una lluvia de migas como señal de alarma.

—Estamos cansados —declaró la refrigeradora—. No somos vitrinas de supermercado. Si no saben lo que quieren, les enseñaremos a decidir.

El plan fue sencillo: cada vez que alguien abriera la puerta y se quedara dudando, el orden de los alimentos cambiaría.

A la mañana siguiente, el padre abrió la refrigeradora. Después de unos segundos de contemplación mística, se decidió por la leche, pero en su lugar encontró un frasco de mostaza mirándolo con insolencia. Frunció el ceño, volvió a dejarla en su sitio y cerró la puerta sin decir palabra, como quien promete venganza en silencio.

La madre llegó después. Pasó un buen rato indecisa: ¿queso o sandía?

Cuando por fin se decidió, encontró una zanahoria ocupando el lugar del queso y la sandía compartiendo estante con la mermelada, como si fueran viejas amigas.

Soltó una risa incrédula y murmuró:

—Esto ya es personal.

Luego fue el turno del tío. Se quedó mirando la refrigeradora como si esperara que apareciera un milagro. Dudó entre gaseosa o cerveza y, cuando finalmente eligió la cerveza, se topó con el frasco de ají más picante de la casa.

—¡Esta refrigeradora juega conmigo! —gritó, cerrando la puerta de golpe. Dos segundos después la volvió a abrir. Y volvió a dudar.

La abuelita tampoco se salvó. Pasó medio minuto debatiéndose entre la mantequilla y la mermelada. Cuando por fin alargó la mano, encontró en su lugar una botella de agua mineral. Se persignó y murmuró:

—Definitivamente esta casa está embrujada. Seguro que es el duende, que se ríe a carcajadas mientras juega con nosotros.

Los niños, en cambio, convirtieron el caos en deporte. Antes de abrir la puerta gritaban:

—¡El que dude pierde! Si alguien tardaba demasiado, debía ceder el turno entre carcajadas.

La cocina se llenó de risas y la refrigeradora parecía iluminarse un poco más, como si guiñara un ojo, satisfecha con su victoria silenciosa.

Con el tiempo, los adultos  dejaron de abrir la puerta sin saber para qué. Se acercaban con decisión, elegían y salían. Poco a poco, la comida empezó a durar más. Aunque la abuelita seguía insistiendo en que todo era cosa del duende travieso.

La indecisión no desapareció del todo: simplemente se mudó a la sala, donde ahora las batallas eran por qué serie ver, qué película poner o quién tenía el control remoto.

La refrigeradora, vigilante, suspiró en silencio. Su luz quedó encendida un instante más, como si les recordara que elegir entre mantequilla, mermelada y otros pequeños asuntos de casa era apenas un ensayo: la vida les pondría frente a menús infinitos, donde no siempre habría tiempo para quedarse dudando con la puerta abierta.

 

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  • homeLa autora Dorys Rueda, 13 de Febrero del 2013.
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