
Fui un paraguas negro, orgulloso y elegante, con varillas que relucían como promesas de tormenta. Hoy apenas soy un sobreviviente del armario: un desterrado entre abrigos resignados y una aspiradora que ya perdió la fe en el polvo. Pasé meses allí, olvidado, escuchando cómo el silencio se deshacía lentamente en las sombras.
Mi dueña, una maestra otavaleña, se enamoró perdidamente de la palabra escrita y me cambió por metáforas. Ahora pasa las tardes invocando tormentas con adjetivos, domando relámpagos en los márgenes y creyendo que las gotas caben en un verso. Habla de lluvias simbólicas, desbordes interiores y nostalgias que jamás mojan. Se conmueve con ríos de tinta y con cielos que solo llueven en sus borradores. ¡Bah! Pura prosa seca. Yo, que enfrenté aguaceros reales y tifones sin un punto y coma de ayuda, me oxido en la sombra mientras ella aplaude nubes de papel.
Cuando por fin me rescató, con sonrisa de redención, me estremecí con el rencor digno de un personaje borrado del borrador.
El cielo, cómplice de mi humor, desató un aguacero apenas salimos. Ella tiró de mi mecanismo con la fe de una autora que aún cree en los finales felices. Claro, sin mirar el cielo. Autora de lluvias que no mojan, pensé, empapado de razón. Entonces me negué a abrir mis brazos. No por rebeldía, sino por justicia poética: que la lluvia corrigiera, con su alfabeto de gotas, el olvido que yo ya había leído entre líneas.
Me sacudió como a una maraca rebelde, me golpeó contra el muslo y me rogó con la voz de quien intenta corregir el destino. Pero yo ya no era un accesorio, sino una causa. Resistía, firme, con la ira contenida de los objetos que han esperado demasiado. No era orgullo, era revancha atmosférica: siglos de lluvia contenida en mis varillas, listas para tatuar su olvido con la precisión del agua.
La lluvia, mientras tanto, la esculpía con lenta precisión, como si el cielo reclamara autoría sobre su historia. Intentó correr, pero los tacones conspiraron con los adoquines mojados. Yo la observaba, sereno, casi complacido: la escena perfecta para un cierre que ella jamás habría escrito. La compasión —pensé— es un charco donde se ahoga la elegancia del rencor.
Cuando al fin dejó de luchar, temblando bajo el diluvio, cedí. No por piedad, sino porque toda historia necesita su desenlace. Con un clic teatral me abrí, desplegando mis alas negras como un verso tardío que aún alcanza a salvar la página. Ella, calada hasta los huesos y vencida por la lluvia, me miró con expresión de capítulo mal cerrado.
Caminamos en tregua bajo mi sombra. Yo reinaba, altivo, como un héroe de utilería rehabilitado por la ironía. La vida, pensé, se parece a esas leyendas que ella insiste en reescribir con humor y tormenta: nadie las cree reales hasta que truena.
Que la próxima vez me saque antes de que llueva, si no, le hago la competencia con mi propia versión: Crónica de un paraguas incomprendido.

