Había caminado por ese borde tantas veces que sus pasos parecían parte del paisaje. Vivía cerca. Conocía los senderos como quien reconoce una antigua canción, las piedras como nombres de infancia, incluso el vaivén del agua según la hora. Pero esa tarde algo lo detuvo. No era el aire ni la luz. Era otra cosa, algo que no se movía, pero lo miraba, algo que parecía llevar siglos allí.

Entonces la escuchó. No era solo una voz. Eran muchas. Voces antiguas, entrelazadas como hilos de tiempo, tejidas por generaciones: voces de mujeres que lavaban ropa mientras cantaban, de niños que aprendieron a nadar entre peces claros, de abuelos que contaban que el lago tenía espíritu y que había que pedirle permiso antes de entrar. Como si esas voces aún esperaran que alguien recordara el sacrificio de Nina Paccha y el silencio de Guatalquí, suspendidos para siempre entre el agua y la montaña.

No parecía hablarle. Ni hablarle a nadie. Era una voz que pensaba en voz alta, como quien recuerda al respirar, con la fatiga de quien ya casi no puede hacerlo. Hablaba de los que llegaban a contemplarla sin verla, de quienes dejaban espuma y residuos plásticos entre las totoras, de los que reían mientras el viento arrastraba bolsas y botellas hasta su corazón de agua, de los que tomaban fotos sin notar que ya no había estrellas reflejadas en sus ojos cansados, de los que nunca preguntaban qué quedaba cuando el agua se volvía espesa y gris.

Decía que si todo seguía así, algún día ya no habría voz, ni espejo, ni vida, solo silencio, tierra agrietada y memoria rota. Y entonces, se apagaría también la risa de los niños en la orilla, el canto de las mujeres que tejían historias con el agua y los relatos de los abuelos. El Tayta Imbabura, solo en su altura, ya no tendría a quién mirar y su sombra, que antes se reflejaba con orgullo sobre el agua, caería sobre un vacío seco y callado. Moriría el lago y, con él, moriría una parte de todos, porque sin su espejo Ya no sabríamos quiénes fuimos, ni encontraríamos el camino de regreso hacia nosotros mismos.

El joven otavaleño permaneció quieto, inmóvil, escuchando en silencio. Y en ese acto de escuchar, percibió de dónde venía la voz. No la vio con los ojos de la costumbre, sino con los de la conciencia despierta. En ese instante, algo se resquebrajó dentro de él: la imagen que había construido de sí mismo, la certeza con la que caminaba y el reflejo en el que hasta entonces creía reconocerse. Era como si, de pronto, comprendiera que había caminado con los ojos cerrados incluso mientras creía estar viendo. También supo, sin saber cómo, que hacía mucho tiempo se había roto el hilo que lo unía al lago. Porque él también había pasado sin quedarse, había tocado sin sentir, había mirado sin ver. Y muchas veces, ni siquiera eso: simplemente había seguido de largo.

Entonces entendió que, si era como todos, quizá nada de lo que creía suyo lo era realmente. Si podía pisar lo sagrado sin reconocerlo, ¿cuántos caminos habría recorrido sin encontrarse jamás?

No necesitó respuestas ni palabras. Solo sintió que algo en su interior empezaba a soltarse, como si una piel vieja, invisible y ajena, se desprendiera con suavidad.

Se quitó los zapatos, descendió hasta el borde y sumergió las manos en el agua. No lo hizo para lavarse, sino para comprobar que aún quedaba algo que podía reconocerse si se tocaba con reverencia. Al hacerlo, no solo sintió el agua. Percibió una tibieza antigua, como si las manos de quienes lo antecedieron, invisibles pero presentes, le rozaran los dedos con gratitud. Y desde algún rincón del tiempo, le pareció escuchar otra voz, más pensamiento que sonido, que le decía: ya era hora.

En ese instante, el dolor del Lago San Pablo se detuvo. No porque hubiera sanado, ni porque sus aguas volvieran a brillar como antes, sino porque alguien, por fin, lo había escuchado con humildad, sin prisa y sin miedo. Y en ese breve acto de presencia, el lago comprendió que aún no todo estaba perdido.

 

                                                                                                                                                                                Dorys Rueda, Cuentos de sueños y sombras, 2025.

Dorys Rueda

Otavalo, 1961


Es fundadora y directora del sitio web El Mundo de la Reflexión, creado en 2013 para fomentar la lectura y la escritura, divulgar la narratología oral del Ecuador y recolectar reflexiones de estudiantes y docentes sobre diversos temas.

Entre sus publicaciones destacan los libros Lengua 1 Bachillerato (2009), Leyendas, historias y casos de mi tierra Otavalo (2021), Leyendas, anécdotas y reflexiones de mi tierra Otavalo (2021), 11 leyendas de nuestra tierra Otavalo Español-Inglés (2022), Leyendas, historias y casos de mi tierra Ecuador (2023), 12 Voces Femeninas de Otavalo (2024), Leyendas del Ecuador para niños (2025) y Entre Versos y Líneas (2025).

Desde 2020, ha reunido a autores ecuatorianos para que la acompañen en la creación de libros, dando origen a textos culturales colaborativos en los que la autora comparte su visión con otros escritores. Entre estas obras se encuentran: Anécdotas, sobrenombres y biografías de nuestra tierra Otavalo (tomo 1, 2022; tomo 2, 2024; tomo 3, 2024), Leyendas y Versos de Otavalo (2024), Rincones de Otavalo, leyendas y poemas (2024) e Historias para recordar (2025).

                           

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  • homeLa autora Dorys Rueda, 13 de Febrero del 2013.
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