Soy médico.
He visto cuerpos apagarse como lámparas que se disuelven en la penumbra. He sentido corazones detenerse en mis manos como relojes que olvidan su hora final. He llorado en el límite, cuando nada más podía hacerse, porque también en la impotencia habita un deber secreto: permanecer. Y, sin embargo, aquella mañana algo se quebró.
La muerte cruzó los pasillos del hospital. No era un espectro solemne ni un ángel de sombra, sino una figura gastada, con el rostro hundido en penumbras y ojeras como cuevas abiertas en la noche. Sus pasos arrastraban un cansancio antiguo. Bajo el brazo llevaba una libreta deshecha, cubierta de nombres borrados, de páginas donde las letras parecían diluirse en una marea invisible. Su voz era apenas un murmullo, un eco fatigado que se extinguía en cuanto nacía. Y con ese mismo murmullo se inclinó hacia el anciano que había suplicado durante semanas el descanso.
Él la reconoció sin dudar y le dijo con un hilo de aliento:
—Ya es hora, llévame.
Ella abrió la libreta. Las páginas se movían como si temblaran solas. Acercaba los ojos, los apartaba, volvía a leer lo que ya estaba borrado. Un nombre aparecía y desaparecía bajo su mano. Finalmente levantó la cabeza. Su voz llegó como un susurro gastado, apenas audible:
—No me acuerdo. No sé si era hoy.
El anciano cerró los ojos, resignado, como quien espera un tren que nunca llega. Yo me quedé inmóvil. La muerte, que siempre supimos infalible, parecía haber perdido el rumbo. Desde aquel instante comenzó a vagar por los pasillos como si fueran corredores de un sueño interminable.
Se inclinaba sobre camas vacías y pronunciaba palabras que nadie entendía. A veces confundía nombres y afectos, como si buscara una historia extraviada. Más perdida en su memoria que dueña de la ajena, su presencia dejaba un rastro de preguntas en lugar de miedo. Y mientras ella se perdía en sus corredores, el mundo comenzaba a fracturarse.
Algunos pacientes parecían atrapados en un umbral sin salida: ancianos que respiraban con cuerpos vencidos, implorando un final imposible. Familias repitiendo la despedida una y otra vez, como ecos que no sabían apagarse. Afuera, los cementerios se cubrían de hierba que crecía sobre un silencio sin reposo. Las palas quedaban abandonadas en la tierra inmóvil, los templos se cerraban sin rito y las funerarias permanecían vacías. Todo estaba suspendido en una espera sin nombre.
Pero aun en esa quietud sin horizonte, en las grietas del olvido aparecían destellos: un niño que debía partir en la madrugada abrió los ojos al mediodía y pidió un helado, como si la vida hubiese recordado un capricho antiguo; una mujer sostenida por máquinas despertó solo para escuchar la voz de su hija; amores gastados hallaron un último abrazo y enemigos de antaño se miraron sin rencor. En aquel tiempo desajustado, la vida respiraba de manera extraña, como si se filtrara por las rendijas de un sueño que la muerte había dejado entreabierto.
Yo mismo, que había jurado defender la vida, me descubrí suspendido entre el espanto y la gracia. La eternidad impuesta se abría como una herida, pero en sus grietas asomaban destellos: ternura, instantes arrancados al abismo. Lo terrible y lo hermoso se confundían en la niebla del olvido de la muerte.
Una noche la encontré dormida en una de las camas. Su respiración era lenta, casi prestada. Sobre el pecho, la libreta se deshacía en páginas borradas, en números que se repetían como letanías sin dueño. Murmuraba en sueños y entre esas sílabas rotas reconocí mi nombre, escrito mal, multiplicado, extraviado. Sentí un estremecimiento, como si no solo me hubiera nombrado a mí, sino también a mis dobles, a las versiones de mí que nunca existieron.
Me quedé entonces contemplándola, sin atreverme a tocarla. Comprendí que su fragilidad podía arrastrarnos a todos, que su olvido no era solo suyo, sino un abismo que se abría bajo nuestros pies.
Ignoro qué destino aguarda al mundo si la Muerte despierta de su olvido o si se extravía para siempre en él.
Soy médico.
Y vivo en la contradicción: rezar porque la muerte recuerde o rezar porque nunca lo haga.
Dorys Rueda, Cuentos de sueños y sombras, 2025.

Entre sus publicaciones destacan los libros Lengua 1 Bachillerato (2009), Leyendas, historias y casos de mi tierra Otavalo (2021), Leyendas, anécdotas y reflexiones de mi tierra Otavalo (2021), 11 leyendas de nuestra tierra Otavalo Español-Inglés (2022), Leyendas, historias y casos de mi tierra Ecuador (2023), 12 Voces Femeninas de Otavalo (2024), Leyendas del Ecuador para niños (2025) y Entre Versos y Líneas (2025).
Desde 2020, ha reunido a autores ecuatorianos para que la acompañen en la creación de libros, dando origen a textos culturales colaborativos en los que la autora comparte su visión con otros escritores. Entre estas obras se encuentran: Anécdotas, sobrenombres y biografías de nuestra tierra Otavalo (tomo 1, 2022; tomo 2, 2024; tomo 3, 2024), Leyendas y Versos de Otavalo (2024), Rincones de Otavalo, leyendas y poemas (2024) e Historias para recordar (2025).