En aquel camposanto, la eternidad se había convertido en un tedio insoportable: los días eran idénticos y hasta la muerte parecía repetirse.
Las flores eran siempre las mismas —claveles rojos o blancos— y los vivos repetían el “Nunca te olvidaremos” como quien recita un eslogan publicitario de pésame.
Un difunto suspiró desde su lápida:
—Otra vez lo de siempre. ¿Tan complicado es ser originales?
Otro, con voz cansada, replicó:
—Yo ya me sé de memoria el llanto de mi nuera. Llora como actriz de telenovela turca: capítulos interminables, sin pausas y siempre con el mismo guion de sollozos.
Desde una esquina del panteón, un tercero carraspeó con discreción antes de intervenir:
—Y ni hablemos de los rezos. Letanías interminables, pura culpa disfrazada de devoción.
Mientras tanto, una calavera curiosa miraba hacia la entrada y murmuraba:
—¿Y qué me dicen de la ropa? Unos llegan de luto impecable, otros en shorts fluorescentes y hasta hubo uno que vino en pijama. Esto parece velorio, gimnasio y discoteca, todo junto.
Hartos de tanta rutina, los difuntos convocaron asamblea general bajo el ciprés mayor. Por unanimidad, aprobaron declararse en huelga.
Ya no atenderían a los visitantes. Fingirían estar ocupados, desaparecidos o, simplemente, fuera de servicio.
—Si quieren recordarnos —dijo uno con ironía—, que al menos nos traigan un buen chisme.
—O una anécdota cómica —añadió otro—. Algo que realmente valga la pena para salir de la sepultura.
Y así, de tumba en tumba, se pasaron la idea de colgar un letrero en la entrada del cementerio. Cuando al fin quedó listo, en letras firmes y con sello espectral, podía leerse:
Atención suspendida hasta nuevo aviso.
Reclamos, al más allá.
Gracias por elegirnos para descansar.