Todo comenzó cuando el gobierno, con el pretexto de reducir la “contaminación emocional del lenguaje”, contrató una inteligencia artificial para poner orden.

Tras analizar millones de conversaciones —mensajes de madrugada, discusiones de pareja, cartas rotas y oraciones a medias—, la máquina concluyó que el ochenta y dos por ciento de lo que decían los ciudadanos era innecesario.

Recomendó optimizar los silencios. Propuso entonces un sistema: cada palabra tendría un precio. Las más comunes —como mamá, amor, libertad— costarían más. Las técnicas, las relacionadas con la productividad, estarían subsidiadas. El decreto se aprobó en cuestión de días. Nadie dijo nada. Hablar ya era caro desde antes.

Los ricos ni se alteraron. Siguieron hablando, cantando, prometiendo, mintiendo. Los pobres callaron. Y así nació el mercado negro del lenguaje. En callejones oscuros y húmedos comenzaron a aparecer traficantes de palabras. No vendían droga ni armas, sino sílabas robadas del corazón: un “te extraño” susurrado costaba lo mismo que un pan del día; un “perdóname” bien pronunciado se cambiaba por un par de zapatos viejos; un “no te vayas” se pagaba con lágrimas verdaderas, vertidas ahí mismo como garantía.

Los poetas fueron los primeros en empobrecerse. No pudieron sostener el precio de sus versos. Algunos escribían en los muros con saliva; otros intercambiaban rimas por comida. Los enamorados aprendieron a mirar más fuerte, como si con los ojos pudieran decir lo que la lengua ya no podía pagar. Las madres comenzaron a guardar las palabras en papelitos escondidos bajo las almohadas de sus hijos. Los mayores repetían en silencio lo que nadie recordaba. Y así, poco a poco, las bocas se fueron apagando. Pero los ojos empezaron a gritar.

Rebeca nació una tarde quieta, sin viento. Nunca aprendió a hablar en voz alta: su familia no podía costear ni un saludo. Desde pequeña, tenía una forma peculiar de mirar. Sus ojos no solo observaban: escuchaban. Leían a las personas. Veía los verbos colgando de las pestañas, las promesas atoradas en la garganta, los “te quiero” que la gente se tragaba para no endeudarse. Por eso, en la escuela —donde solo se enseñaba a callar— la llamaban “la niña que miraba demasiado”. A nadie le gustaba sentirse leído. Y menos aún, por alguien que no decía una sola palabra.

Rebeca creció entre silencios densos y miradas caídas. Aprendió a no pedir, a no alzar la voz, a no pronunciar su nombre más de una vez por semana. Y solo los domingos, cuando podía pagarlo en susurros mentales. Una noche, sin saber por qué, se sintió habitada por un peso sin forma. Había oído sin comprender, sentido sin tocar y guardado tanto que las emociones comenzaron a agrietarle el pecho. Entonces buscó refugio en el rincón más alto de la biblioteca vieja, donde el polvo ni se atrevía a quedarse y las palabras olvidadas se quedaban a vivir.

Allí, en medio del silencio más profundo, lloró. Pero no fueron lágrimas comunes. Cada gota que caía no tocaba el suelo. Se elevaba, ligera, suspendida, como si el dolor tuviera alas. Y al rozar el aire, las lágrimas se abrían como flores y se convertían en versos flotantes: líneas delgadas y luminosas que bailaban sin música por encima de su cabeza. El primer poema no lo escribió ella. Fue su llanto. Fue el lenguaje que su cuerpo había guardado cuando ya no pudo más.

Al día siguiente, cuando los primeros rayos del sol acariciaron los vidrios polvorientos de la biblioteca, los versos seguían allí. Suspendidos. Danzando entre los libros con la suavidad de un recuerdo que no quiere irse. Un anciano los vio. Luego, una niña. Los versos no se esfumaban. Se quedaban donde alguien los necesitaba. Rebeca no lo sabía aún, pero esa noche había comenzado a hablar con lo único que aún no le cobraban: el aire.

Con el tiempo, sus versos comenzaron a migrar. Escapaban por las grietas del techo, flotaban por las calles, se colaban por ventanas abiertas y se posaban como luciérnagas sobre las almohadas de los insomnes. El gobierno lo notó. Primero, mandaron drones a dispersar las palabras. Después, pintaron sobre los muros donde las letras se pegaban como raíces. Finalmente, prohibieron llorar en la calle.

Pero era tarde. Otros también empezaron a llorar con palabras. Versos brotaban en hospitales, en estaciones de bus, en plazas vacías. No gritaban. No reclamaban. Solo decían lo que había sido negado durante años: el amor, la ausencia, el hambre, el perdón, la ternura…

Rebeca desapareció una mañana sin dejar huellas. Algunos dicen que se volvió viento. Otros, que aún llora en secreto desde algún patio escondido en la azotea de un edificio. Pero desde entonces, cada vez que la ciudad despierta envuelta en niebla, los versos flotan como hilos de luz. No llevan firma, pero todos saben que son suyos. Y aunque nadie se atreve a pronunciar su nombre —por miedo a no poder costearlo—, basta con abrir los ojos para reconocerla.

 

 

 

 Dorys Rueda, Cuentos de sueños y sombras, 2025.

Dorys Rueda
Otavalo, 1961


Es fundadora y directora del sitio web El Mundo de la Reflexión, creado en 2013 para fomentar la lectura y la escritura, divulgar la narratología oral del Ecuador y recolectar reflexiones de estudiantes y docentes sobre diversos temas.

Entre sus publicaciones destacan los libros Lengua 1 Bachillerato (2009), Leyendas, historias y casos de mi tierra Otavalo (2021), Leyendas, anécdotas y reflexiones de mi tierra Otavalo (2021), 11 leyendas de nuestra tierra Otavalo Español-Inglés (2022), Leyendas, historias y casos de mi tierra Ecuador (2023), 12 Voces Femeninas de Otavalo (2024), Leyendas del Ecuador para niños (2025) y Entre Versos y Líneas (2025).

Desde 2020, ha reunido a autores ecuatorianos para que la acompañen en la creación de libros, dando origen a textos culturales colaborativos en los que la autora comparte su visión con otros escritores. Entre estas obras se encuentran: Anécdotas, sobrenombres y biografías de nuestra tierra Otavalo (tomo 1, 2022; tomo 2, 2024; tomo 3, 2024), Leyendas y Versos de Otavalo (2024), Rincones de Otavalo, leyendas y poemas (2024) e Historias para recordar (2025).

 

 

 

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  • homeLa autora Dorys Rueda, 13 de Febrero del 2013.
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