Cada jueves, a las nueve en punto, una figura aparecía en la esquina más antigua del pueblo. Nadie sabía su nombre, nadie sabía de dónde venía. Solo sabían que estaba allí, siempre durante cinco minutos exactos. No hablaba, no caminaba, no parecía esperar nada. Su sola presencia bastaba para alterar el aire. Vestía una prenda larga, indefinida, que no se dejaba nombrar con precisión, a veces parecía un abrigo, otras una bata o algo que ni siquiera pertenecía a esta época. Cambiaba según la luz o el recuerdo de quien la mirara. El cabello, suelto, le caía sobre parte del rostro, dejando apenas una línea visible, lo suficiente para inquietar, nunca lo suficiente para recordar con claridad.
Algunos aseguraban que era joven, otros decían que se le notaba el peso de los años en los hombros caídos, pero en lo esencial todos coincidían, verla era como entrar en una habitación demasiado silenciosa, una pausa en medio del mundo, una interrupción leve, pero absoluta. Se quedaba inmóvil bajo la luz temblorosa del poste, siempre en el mismo lugar, a la misma hora, nunca más de cinco minutos. Luego desaparecía. No se alejaba, no tomaba ninguna ruta, simplemente dejaba de estar.
Intentaron fotografiarla, filmarla, seguirla. Pero ninguna imagen, ningún video lograba registrar su presencia. Era como si el mundo conspirara para ignorarla justo en el instante en que alguien intentaba retenerla. No parecía desvanecerse por una calle cualquiera, sino escurrirse por un pliegue invisible de la realidad.
Pero lo verdaderamente inquietante comenzaba después. Quienes la habían cruzado, aunque fuera de reojo, comenzaban a llevarla consigo, como si algo de ella se hubiera deslizado sin permiso dentro de la conciencia. No sabían cómo, ni en qué momento. Solo que, de pronto, aparecía. Se deslizaba en los gestos cotidianos, en los pensamientos breves, brotaba sin aviso mientras caía el agua del grifo, mientras se aguardaba en una fila, mientras el sueño aún no llegaba pero la luz ya se había ido.
No era un recuerdo claro, ni una imagen nítida. Era más bien una insistencia leve, un roce en la mente, una presencia sin forma que no decía nada, pero tampoco se marchaba. No era como una fotografía que se observa y luego se guarda, sino más bien una palabra sin contorno, suspendida justo antes de pronunciarse, algo que no debería estar allí y, sin embargo, permanece.
Después de verla, nadie era del todo el mismo, aunque callara, aunque lo negara, aunque siguiera su vida como si nada.
Y ahora usted, que ha seguido estas líneas, que ha imaginado su figura, aunque sea apenas, y la ha sentido rozar los bordes de su pensamiento, no importa si cree o prefiere no creer en estas cosas. Solo pregúntese, con calma y honestidad, ¿puede dejar de pensar en ella?