Don Segundo llevaba casi cuarenta años rondando por los pasillos del Hospital San Luis de Otavalo. De vez en cuando se aparecía para asustar a los incrédulos o para jalonear las sábanas de los doctores distraídos. No era un fantasma malvado, pero sí uno bastante desorientado.
Una noche cualquiera, mientras flotaba por uno de los pasillos, don Segundo se topó con un espectro más viejo y huesudo que él, que le susurró con voz cavernosa:
—Oye, compadre, ¿y tú por qué sigues penando por aquí?
Don Segundo encogió los hombros con resignación, flotando apenas unos centímetros sobre el suelo:
—Porque nadie me ha explicado cómo se llega al más allá. Llevo cuarenta años dando vueltas por estos pasillos y tú eres el primer fantasma que me habla.
—Ah, con razón —respondió el otro con voz arrastrada—. Antes era fácil: cruzabas un túnel de luz, todo bonito, lleno de paz y coros celestiales. Pero ahora, con tanta alma desorientada, modernizaron el sistema. Toca coger transporte público. Dicen que hay que subirse a un bus. Si tienes suerte, uno directo. Si no, te toca hacer escala entre dimensiones.
Don Segundo, agradecido y emocionado, salió del hospital flotando con esperanza. Se fue directo a la terminal, donde se encontró con un bus de la Cooperativa Los Lagos que estaba a punto de salir rumbo a Quito. Pensó que aquel debía ser el expreso al más allá. Nadie lo vio entrar. Nadie lo escuchó. Se sentó, o más bien flotó, sobre el último asiento, como si fuera un pasajero común y corriente, aunque bastante más pálido y cadavérico que el resto.
El bus arrancó.
Don Segundo miraba la carretera por la ventana con los ojos bien abiertos y el alma cargada de preguntas.
—Qué raro este camino al más allá —pensó—. Ni un angelito con linterna, ni un coro celestial de bienvenida. Y esos baches en la vía, ¿serán obstáculos espirituales o simple negligencia del Ministerio Celestial de Transporte?
Mientras descendían por Cajas, el paisaje comenzó a desdibujarse. Una neblina espesa envolvía todo. Pasaron junto a camiones sin luces, una vaca inmóvil en medio de la vía con aire de iluminada y un grupo de borrachitos en un paradero cantando a todo pulmón una canción de Julio Jaramillo, como si celebraran el fin del mundo.
Don Segundo frunció el ceño, o al menos trató de hacerlo.
—Debe ser el purgatorio —murmuró, cada vez más incómodo—. Hay demasiado ruido para ser el cielo.
Pasaron dos eternas horas de viaje. El bus avanzaba lentamente, sacudido por un reguetón a todo volumen, cuyo estribillo se repetía con la precisión de un castigo divino. Una señora, sin el menor pudor, hablaba por altavoz con su sobrina en Guamaní, repasando los chismes más recientes de Otavalo con lujo de detalles y cero filtros.
Don Segundo, abrumado por tanta información terrenal y tanta bulla sin misericordia, se cubrió la cabeza con su propia sábana.
—Esto ya no parece un viaje al más allá —pensó con fastidio—. Más bien parece una estación de prueba. ¿Será que en el purgatorio, en vez de rezar, se escucha esta música y, en lugar de confesarse, uno se entera de la vida ajena por altavoz?
Apenas salió de la Terminal de Carcelén, don Segundo cruzó la reja flotando con la elegancia de quien ya no pisa este mundo. Pero apenas avanzó unos metros, el paisaje lo dejó helado y no precisamente por el clima.
En la vereda, dos hombres se gritaban insultos que no aparecían ni en el diccionario de los condenados. Uno blandía una silla con la solemnidad de un gladiador espectral, mientras el otro, con un zapato en alto, amenazaba como si fuera un arma sagrada.
Más adelante, un grupo de jóvenes con botellas en la mano debatía con vehemencia temas de fútbol y política. Todos hablaban al mismo tiempo, como si el volumen garantizara la victoria en la discusión. Sin previo aviso y, sin motivo comprensible para vivos o muertos, uno de ellos lanzó su botella al aire, apuntando al compañero equivocado. Este, por suerte o reflejo, se agachó justo a tiempo. El vidrio estalló contra un poste de luz, desatando una lluvia de esquirlas que chispeó en la vereda como fuegos artificiales de barrio pobre.
Don Segundo se detuvo en seco o al menos lo intentó.
—Creo que he llegado al infierno —pensó horrorizado—. Gritos, peleas, caos por donde se mire y ni un angelito que venga a poner paz. Definitivamente tomé el bus equivocado.
Justo en ese momento, un patrullero apareció doblando la esquina con las luces girando. Dos policías descendieron y lo miraron de inmediato. Era difícil ignorar a un sujeto pálido y cadavérico flotando a dos centímetros del suelo, envuelto en una sábana vieja y con expresión de susto eterno.
—¡Alto ahí! —gritó uno de los agentes, apuntándole con la linterna—. ¿Qué hace caminando por aquí envuelto en una sábana a estas horas?
Lo miró con más atención y frunció el ceño.
—¿Y esa cara? Esa máscara está demasiado bien hecha... casi parece de verdad.
El otro agente, sin quitarle la vista de encima, intervino:
—¿Y esos pasos que no suenan? ¿Viene de alguna fiesta de disfraces o es que los tragos le duraron más de la cuenta?
Don Segundo levantó las manos con serenidad espectral, como quien cree que su explicación basta para convencer a los vivos.
—No, señores agentes. No he bebido ni vengo de ninguna fiesta. Solo estoy buscando el más allá. Me dijeron que ahora hay que tomar transporte, así que vine en bus desde Otavalo.
Los policías se miraron, arqueando las cejas al unísono.
—Ajá, claro —dijo el primero mientras sacaba las esposas con resignación.
—Soy un alma en tránsito —protestó Don Segundo con dignidad.
—Perfecto —respondió el segundo agente con ironía—. Y yo soy San Pedro, pero del turno de la madrugada.
Lo escoltaron directo a la patrulla.
—Vamos, que ya es tarde y no queremos que lo asalten —dijo el primero con firmeza.
Y sin más, lo subieron al vehículo oficial. La patrulla avanzó lentamente por las calles oscuras de Quito mientras don Segundo, pegado al vidrio, contemplaba los semáforos que parpadeaban como ojos poseídos y los postes de luz que parecían cruces oxidadas.
—Estoy en el infierno —susurró con amargura—. Y para colmo, me condenaron sin juicio.
Pero como buen espíritu con experiencia en escapadas hospitalarias, aprovechó un descuido de los agentes para atravesar la puerta trasera de la patrulla y desvanecerse entre la neblina quiteña.
El fantasma, aún con el susto en los huesos, regresó flotando a toda prisa a la Terminal de Carcelén. Esperó varias horas, escondido tras una columna y espiando cada tanto, por si la patrulla reaparecía. Cuando el silencio se hizo más denso que el aire, se deslizó hasta el primer bus con destino a Otavalo. Subió sin boleto ni permiso, como todo buen alma en pena y se acomodó en el último asiento del fondo, envuelto en su sábana, más pálido y cadavérico que nunca. Horas después, ya de vuelta en el Hospital San Luis, retomó su rincón habitual en un pasillo y suspiró aliviado.
—No será el cielo, pero al menos aquí nadie me lleva preso.
Dorys Rueda, Cuentos: leyendas y magia de Otavalo, 2025.
Dorys Rueda
Otavalo, 1961
Es fundadora y directora del sitio web El Mundo de la Reflexión, creado en 2013 para fomentar la lectura y la escritura, divulgar la narratología oral del Ecuador y recolectar reflexiones de estudiantes y docentes sobre diversos temas.
Entre sus publicaciones destacan los libros Lengua 1 Bachillerato (2009), Leyendas, historias y casos de mi tierra Otavalo (2021), Leyendas, anécdotas y reflexiones de mi tierra Otavalo (2021), 11 leyendas de nuestra tierra Otavalo Español-Inglés (2022), Leyendas, historias y casos de mi tierra Ecuador (2023), 12 Voces Femeninas de Otavalo (2024), Leyendas del Ecuador para niños (2025) y Entre Versos y Líneas (2025).
Desde 2020, ha reunido a autores ecuatorianos para que la acompañen en la creación de libros, dando origen a textos culturales colaborativos en los que la autora comparte su visión con otros escritores. Entre estas obras se encuentran: Anécdotas, sobrenombres y biografías de nuestra tierra Otavalo (tomo 1, 2022; tomo 2, 2024; tomo 3, 2024), Leyendas y Versos de Otavalo (2024), Rincones de Otavalo, leyendas y poemas (2024) e Historias para recordar (2025).