Esa noche, tres grandes amigos —Jacinto, el Flaco Minga y el Pollo Gómez— decidieron que nada, ni la mamá más brava, ni el frío más imbabureño, les impediría celebrar su famoso “viernes de traguito”, aunque, en realidad, fuera lunes y de quincena corta.

El punto de encuentro fue la vieja estación del tren de Otavalo, ese rincón perfecto para esconderse del mundo y fingir que la vida era una canción de Julio Jaramillo: triste, pero con ritmo.

—¡Aquí nadie nos molesta, panas! —exclamó el Flaco Minga, alzando una botella de puntas.

—¡Y si alguien nos molesta, lo invitamos un traguito y se vuelve nuestro mejor amigo! —añadió Jacinto, mientras buscaba un sitio para sentarse y suspirar con estilo.

Reían a carcajadas y entre trago y trago, apareció el tema infaltable: las mujeres. Hablaban con la seguridad de doctores honoris causa en relaciones amorosas, aunque la vida, con pruebas y exámenes incluidos, ya los había reprobado más de una vez y sin derecho a supletorio.

—Aprendí que hay que saber escuchar y no cuestionar el menú —dijo Jacinto, con esa expresión de quien ya se arrepintió tres veces, porque la última vez que su enamorada le cocinó con amor, él preguntó: “¿Otra vez lentejas?” y no solo se quedó sin postre, sino sin paz por siete días.

—¡Yo sí he cambiado, loco! Ahora solo le escribo a una chica por semana —aseguró el Pollo Gómez, que todavía le daba like a las fotos del 2018 de su exnovia del colegio, la famosa “Yessenia”.

—¡Lo importante es ser fiel, pero con estrategia! —remató el Flaco Minga, alzando su vaso en solitario, mientras los otros brindaban con el aire y hablaban con las rieles.

Pero entonces, sin que nadie lo notara al principio, la medianoche llegó como llega el frío en las madrugadas de Otavalo: calladito, despacio, pero decidido. En ese momento, el aire se volvió espeso, como si la noche entera hubiera respirado hondo. El viento, que antes jugaba entre los matorrales, empezó a soplar.  Y en medio de esa brisa, cargada de presagios, los celulares se rindieron uno tras otro. No fue un apagón brusco: fue como si alguien les hubiera apagado la luz desde adentro.

El andén viejo del ferrocarril pareció erguirse levemente, como si despertara de su propio olvido.

De pronto, entre la oscuridad, una figura se recortó sobre las rieles. Vestía de blanco y un manto le cubría el rostro. Avanzaba despacio, como si flotara o como si sus pasos se resistieran a tocar este mundo.

Jacinto, ya entonado y con la osadía que solo da el licor, lanzó un grito:

—¡Mijita, si busca galán, aquí hay calidad y cantidad! ¡Venga, que yo invito la ronda!

La figura se detuvo de golpe. Entonces, un lamento antiguo y tembloroso se deslizó por el aire como una niebla densa. No era un grito: era un quejido desgarrado, cargado de siglos de espera silenciosa.

—Ay, no—susurró el Pollo Gómez, inmóvil y con el corazón desparramado por el suelo—. Es la de la leyenda, la mujer que busca a su alma gemela. Pero no entre los muertos, sino entre nosotros.

El Flaco Minga, que en ese momento ya no distinguía ni su propia sombra, dio un paso tambaleante hacia la aparición. Se inclinó como quien va a conquistar en la discoteca y le susurró con voz ronca, a pocos centímetros del velo:

—¿Y tú qué necesitas, mamita? ¿Cariño, terapia o un novio con moto?

Entonces, la mujer levantó lentamente el manto. Donde debía estar su rostro, solo había un cráneo blanquecino, con la mandíbula floja y dos cuencas oscuras, tan vacías como su espera. Sus quejidos seguían allí, melancólicos, como boleros sin letra ni consuelo.

El miedo les borró de un solo golpe la borrachera, las bravatas y hasta el apellido. Y entonces, sin pensarlo dos veces, salieron disparados, tropezando entre ellos, empujándose como si el susto también tuviera prisa. Mientras corrían cuesta abajo, gritaban oraciones mezcladas con malas palabras y juraban —a grito limpio— cambiar de vida si lograban ver la luz del amanecer.

No se detuvieron hasta llegar a la Gruta del Socavón, donde, jadeando y aún con el susto trepado en los talones, se persignaron con el agua bendita. Por si acaso, también rociaron sus celulares, no fuera que el espanto se les hubiera metido por la señal.

Desde entonces, nunca más volvieron a beber en lunes. Y si lo hacían, era con la luz prendida, el celular con señal y la bendición doble: la de sus mamás y la de la Virgencita de Monserrat, por si las dudas".

 

 

 Dorys Rueda, Cuentos:  leyendas y magia de Otavalo, 2025.

Dorys Rueda

Otavalo, 1961


Es fundadora y directora del sitio web El Mundo de la Reflexión, creado en 2013 para fomentar la lectura y la escritura, divulgar la narratología oral del Ecuador y recolectar reflexiones de estudiantes y docentes sobre diversos temas.

Entre sus publicaciones destacan los libros Lengua 1 Bachillerato (2009), Leyendas, historias y casos de mi tierra Otavalo (2021), Leyendas, anécdotas y reflexiones de mi tierra Otavalo (2021), 11 leyendas de nuestra tierra Otavalo Español-Inglés (2022), Leyendas, historias y casos de mi tierra Ecuador (2023), 12 Voces Femeninas de Otavalo (2024), Leyendas del Ecuador para niños (2025) y Entre Versos y Líneas (2025).

Desde 2020, ha reunido a autores ecuatorianos para que la acompañen en la creación de libros, dando origen a textos culturales colaborativos en los que la autora comparte su visión con otros escritores. Entre estas obras se encuentran: Anécdotas, sobrenombres y biografías de nuestra tierra Otavalo (tomo 1, 2022; tomo 2, 2024; tomo 3, 2024), Leyendas y Versos de Otavalo (2024), Rincones de Otavalo, leyendas y poemas (2024) e Historias para recordar (2025).

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