La Sirena del Lago San Pablo, harta de que en estos tiempos nadie se detuviera a escuchar su canto, que antes hacía vibrar hasta las piedras de la laguna, decidió hacer algo al respecto. Una tarde, bajo el sol que doraba el agua, salió del lago decidida. Se cubrió con un enorme sombrero de ala ancha que casi le tapaba el rostro, se calzó unos lentes oscuros que ocultaban el brillo de sus ojos marinos y se envolvió en un vestido largo y suelto que disimulaba su cola escamosa. Así, convertida en una turista cualquiera, se inscribió en un concurso de canto moderno en Otavalo, convencida de que esta vez todos la escucharían.
Subió al escenario con paso firme, creyendo que su voz, esa voz que antaño había hecho suspirar a pescadores, viajeros y hasta al mismo viento, volvería a obrar su magia. Se colocó frente al micrófono y respiró hondo, dejando que el silencio llenara la sala por un instante. Cuando entonó las primeras notas, claras y profundas como el lago al amanecer, pensó que los corazones se estremecerían como antes.
Pero no. A los pocos segundos, los jueces comenzaron a parpadear pesadamente, como si un sopor invisible los envolviera. Uno dejó caer el bolígrafo de las manos, otro se acomodó disimuladamente en la silla, y el tercero ya no pudo sostener la cabeza, que se le fue de lado mientras un sonoro ronquido quebraba el silencio.
El público, lejos de inmutarse, seguía absorto en sus celulares: unos se sacaban selfies, otros chateaban y más de uno grababa el momento sin siquiera levantar la vista para mirarla. La Sirena, entre desconcertada y triste, comprendió que aquel mundo ya no estaba hecho para los antiguos hechizos de las canciones del lago.
Decepcionada pero no vencida, la sirena salió del teatro, murmurando entre dientes sus reproches al jurado. Entonces recordó lo que una noche había escuchado en la orilla del lago: un grupo de otavaleños, entre risas y bromas, decía que el karaoke del barrio Central era la verdadera cuna de las estrellas. Sin pensarlo dos veces, allá se fue, convencida de que por fin encontraría un público a su altura o, al menos, uno que no se quedara dormido a mitad de su presentación.
Cuando llegó al lugar, la Sirena sintió que entraba en un mundo encantado, uno que la hipnotizó desde el primer instante. Las paredes estaban cubiertas de fotografías en blanco y negro y a todo color: Julio Jaramillo con su guitarra, Carlota Jaramillo con su mirada profunda, y, entre ellos, imágenes de artistas más recientes como Juan Fernando Velasco, Paulina Tamayo, AU-D y Pamela Cortés. Un arcoíris de luces parpadeantes bañaba el ambiente en tonos cálidos y eléctricos.
Las mesas rebosaban de gente joven que aplaudía, reía y coreaba sin vergüenza. Chicas con jeans rotos, blusas de colores tan vivos como los focos del lugar y zapatillas llenas de garabatos y pegatinas; chicos con gorras ladeadas, camisetas de bandas, chaquetas negras y tenis que parecían tener kilómetros de recorrido. Nadie se preocupaba por entonar bien: lo importante era cantar a todo pulmón, aunque al hacerlo el micrófono amenazara con jubilarse antes de tiempo.
En ese ambiente, tan cálido y descomplicado, la Sirena se sintió tan a gusto que decidió mostrarse tal como era. Sin miedo, se deshizo del traje que ocultaba su cola, se quitó el sombrero y dejó las gafas sobre la mesa. El público, entusiasta y alegre, aplaudió de inmediato. Algunos comentaban:
—¡Qué buen disfraz, hasta con cola de sirena y todo!
—¡Qué bien! ¡Hasta las escamas le brillan!
—¡Esto sí es creatividad!
—¡Apostaría que ensayó ese movimiento de cola frente al espejo!
—¡La próxima fiesta la contratamos de animadora!
La Sirena, emocionada, eligió Nuestro Juramento de Julio Jaramillo. Cantó dejando que su voz fluyera libre y profunda, como las aguas del lago en la madrugada. Al terminar, el público la ovacionó de pie. Los aplausos se mezclaban con pedidos de “¡otra, otra!” y no faltaron quienes, entusiasmados, le acercaron servilletas, tapas de botellas y hasta el menú del local para que les firmara un autógrafo.
La sirena hizo una reverencia y se despidió. Esa noche comprendió que el mejor escenario es aquel donde todos cantan como pueden, el público aplaude aunque no escuche bien y nadie se extraña si la estrella de la noche tiene cola y deja el piso lleno de agua.
Dorys Rueda, Cuentos: leyendas y magia, 2025.
Dorys Rueda
Otavalo, 1961
Es fundadora y directora del sitio web El Mundo de la Reflexión, creado en 2013 para fomentar la lectura y la escritura, divulgar la narratología oral del Ecuador y recolectar reflexiones de estudiantes y docentes sobre diversos temas.
Entre sus publicaciones destacan los libros Lengua 1 Bachillerato (2009), Leyendas, historias y casos de mi tierra Otavalo (2021), Leyendas, anécdotas y reflexiones de mi tierra Otavalo (2021), 11 leyendas de nuestra tierra Otavalo Español-Inglés (2022), Leyendas, historias y casos de mi tierra Ecuador (2023), 12 Voces Femeninas de Otavalo (2024), Leyendas del Ecuador para niños (2025) y Entre Versos y Líneas (2025).
Desde 2020, ha reunido a autores ecuatorianos para que la acompañen en la creación de libros, dando origen a textos culturales colaborativos en los que la autora comparte su visión con otros escritores. Entre estas obras se encuentran: Anécdotas, sobrenombres y biografías de nuestra tierra Otavalo (tomo 1, 2022; tomo 2, 2024; tomo 3, 2024), Leyendas y Versos de Otavalo (2024), Rincones de Otavalo, leyendas y poemas (2024) e Historias para recordar (2025).