En el Parque de Guápulo, en Quito, se alza un árbol antiguo, eterno testigo del paso del tiempo. Cada mañana, cuando la penumbra aún resiste ante los primeros rayos del amanecer, los primeros corredores atraviesan el parque y el árbol, en silencio, comienza a hablar. No con palabras comunes, sino con una única frase que se disuelve lentamente en el aire: "Las sombras caminan sobre el agua, pero el sol las observa, desde su ojo cerrado".
Al escuchar esas palabras, la gente se queda inmóvil, como si el tejido mismo de la realidad se hubiera alterado ante sus ojos. La frase reverbera en sus mentes, trascendiendo la simple percepción. No saben qué hacer con ello, no pueden entenderlo.
Al principio, algunos intentan ignorarlo, seguir adelante como si todo siguiera igual. Pero, con el paso de los días, algo comienza a transformarse en su interior, como si una capa invisible se hubiera rasgado. En las mañanas siguientes, cuando sus pies vuelven a tocar el suelo del parque, una sensación extraña se apodera de sus pensamientos. Las sombras de su existencia, esas que siempre habían permanecido quietas, empiezan a moverse, inquietas, bajo la superficie de sus conciencias. Una parte de sí mismos, que antes se mantenía oculta, comienza a filtrarse a través de sus recuerdos más oscuros y de los temores que creían olvidados.
Es como si el árbol los hubiera colocado frente a un espejo distorsionado, un reflejo fragmentado que ya no reconocen. El contorno de lo que fueron se retuerce en formas imprecisas, como un laberinto sin salida, donde cada paso los aleja más de un principio claro y cada intento de encontrar respuestas solo los hunde más en la confusión.
Dorys Rueda, Cuentos de sueños y sombras, 2025.