Había caminado por esas calles tantas veces como siempre, pero aquella tarde algo, sin previo aviso, se desacomodó por dentro. Era como si, de repente, el tiempo se hubiera detenido y la ciudad, tan familiar, empezara a doblarse bajo su pie. Trabajaba en el Centro Histórico de Quito y, como de costumbre, tomó la calle García Moreno rumbo al norte. El sol descendía entre los balcones coloniales con su habitual lentitud, pero algo en el mundo no terminaba de encajar.

Al llegar frente a la iglesia de La Compañía, un estremecimiento leve, pero hondo, le recorrió el cuerpo. No entró y bajó la mirada, buscando una respuesta en las piedras gastadas de la iglesia. Allí, muchos años atrás, había dicho que sí. El hombre que tomó su mano ese día ya no estaba. Su ausencia, aunque siempre presente, esa tarde se sintió más palpable, como como si el recuerdo hubiera empujado una puerta que ya no pensaba abrir. Algo dentro de ella se quebró, una fisura invisible que se expandió sin previo aviso.

Entonces, la calle cambió. No se torció ni desapareció, no fue un giro abrupto, pero, de repente, ya no estaba allí. A su alrededor, las casas y los almacenes se transformaban, como si fueran otros. Las sombras se alargaban de forma extraña, las fachadas se deformaban lentamente, como si la ciudad misma respirara al ritmo de su desconcierto. Se dio cuenta, entonces, de que había llegado a la 9 de Octubre, lejos del centro. No comprendió lo que sucedía. Era como si hubiera cruzado una frontera invisible, como si algo más grande que ella hubiera decidido, por algún motivo, que debía estar allí.

Aceleró el paso sin atreverse a mirar atrás. Pensó en su casa, en la Tomás de Berlanga, como quien busca un refugio en medio del caos.


Al pasar frente a una cafetería, sus ojos se detuvieron en una mujer sentada sola, frente a dos tazas de café. Una vacía. La otra, intacta. La escena le atravesó el pecho, una sensación que la conmovió profundamente. Sintió una tristeza ajena y propia a la vez, algo que la conectaba con su herida silenciosa. Dio un paso más y, de repente, el suelo bajo sus pies comenzó a moverse nuevamente, con una rapidez que la desorientó. Alzó la vista y, en un parpadeo, se encontró en la Plaza de Santo Domingo, de regreso al centro de Quito.

Miró a su alrededor con los ojos bien abiertos, como si intentara descifrar un sueño, antes de que el desconcierto se desbordara y se convirtiera en vértigo. Se sentó en una banca, inmóvil, sin saber si estaba soñando, si había caminado demasiado o si era la ciudad la que, en su tristeza, se doblaba ante ella, abriendo caminos que solo existían para su dolor. La ciudad, con sus formas elásticas, parecía amoldarse a su angustia, como si las calles, los edificios y hasta el aire respondieran al peso de su vacío.

 

Dorys Rueda, Cuentos de sueños y sombras, 2025.

 

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  • homeLa autora Dorys Rueda, 13 de Febrero del 2013.
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