Desde que volvieron a verse, después de casi media vida, el tiempo ya no se comportaba igual cuando se miraban. No era incomodidad. Tampoco culpa. Era una mirada cargada de todo lo que había quedado en silencio, que sostenía lo que no se había vivido. Un incendio contenido, imposible de apagar, que los atravesaba sin quemarlos, pero dejaba cenizas en el aire.
Al principio, ella no lo entendía. Apenas se encontraban, las miradas se alargaban y el reloj comenzaba a adelantarse. Cinco minutos al principio, luego diez. Cuando el silencio se prolongaba, media hora se desvanecía sin aviso. En la última cita, que duró dos horas, el tiempo los consumió. Al volver a casa, sintió como si nunca hubiera salido, como si el encuentro no hubiese ocurrido, como si todo hubiera sido una ilusión. Se inquietó. Si el tiempo podía devorarlos en dos horas sin dejar rastro, ¿qué haría con ellos la siguiente ocasión?
Cuando él le propuso verse otra vez, por dos horas, ella lo escuchó en silencio. Mientras él hablaba, imaginó ese cruce inevitable de miradas. Le pidió que fuera toda una mañana o toda una tarde. Sabía que al mirarse, y no podrían evitarlo, el tiempo volvería a engullirlos sin piedad. Si el encuentro se alargaba, tal vez lograrían forzar al tiempo a quedarse quieto, aunque fuera un instante. A reconocer que no podía seguir escapando con el corazón de ambos en la mano.
Él no respondió.
Dorys Rueda, Cuentos de sueños y sombras, 2025.