Era medianoche en Otavalo y, como cada año, la caja ronca, esa extraña procesión de espíritus y sombras, recorría las calles, sumergida en su misterio. Desde una ventana, una joven observaba encantada el desfile de los muertos.
Uno de los integrantes de la procesión, envuelto en una capa negra que caía hasta el suelo y con una capucha que le ocultaba parcialmente el rostro, la observó con la serenidad de alguien que no pertenecía a este mundo. Bajo la capa, llevaba una camiseta oscura de diseño minimalista, jeans rotos de un negro intenso y botas modernas que parecían hechas para caminar entre las sombras. En su muñeca, pulseras de cuero y metal brillaban suavemente y un tatuaje de llamas enroscadas se asomaba por su brazo, como si el fuego eterno lo recorriera. En el bolsillo de su pantalón, un teléfono móvil de última generación sobresalía, con la pantalla parpadeando con una notificación que, tal vez, solo él podía ver.
Al notar su fascinación, el hombre se acercó a la ventana, sacó un par de gafas de realidad aumentada de su capa y, sin pronunciar palabra, las extendió hacia ella, como si supiera que no podría resistirse. Luego dijo con voz grave: “Estas gafas te mostrarán algo interesante”.
Movida por una curiosidad que ni ella misma comprendía, la joven se las puso. Lo que vio a continuación la dejó sin aliento en segundos: el infierno se desplegaba ante ella como un gigantesco centro comercial del caos, lleno de almas que, lejos de sufrir, hacían fila para entrar a una fiesta eterna, pero sin música, claro. Los demonios, lejos de ser aterradores, llevaban gafas de sol, chaquetas de cuero y se deslizaban sobre patinetas eléctricas, tomándose selfies con las almas perdidas como si fueran celebridades en pleno festival. Al fondo, una mesa rebosante de cargadores de teléfonos, todos rotos o desconectados, era el centro de la angustia. Nadie podía cargar su dispositivo, lo cual les incomodaba mucho más que las mismas llamas que los rodeaban.
Guardó las gafas mientras la procesión se desvanecía en la oscuridad, con el eco lejano de los tambores aún retumbando en el aire. Al día siguiente, ansiosa por ver qué más podría descubrir, intentó ponerse las gafas nuevamente, pero ya no funcionaban. Al abrirlas, apareció una frase en la pantalla: "La curiosidad te atrapó y aunque lo que viste brillaba, no todo lo que reluce es oro".
Dorys Rueda, Cuentos de leyendas y magia, 2025.