Un hombre llegó a una isla donde el sol permanecía inmóvil en lo alto, suspendido en un cielo tan despejado que la línea entre el azul del mar y el del cielo se desvanecía, creando una vasta extensión de azul sin fin. Embriagado por la belleza del paisaje, caminaba sin rumbo, perdido en su propia admiración. Sin embargo, pronto algo llamó su atención: las sombras de los turistas que, como él, habían llegado ese día.
Niños, ancianos, jóvenes, mujeres y hombres, todos caminaban felices por la isla, disfrutando del paisaje. Pero algo extraño sucedía. Las sombras no permanecían quietas; no se limitaban a seguir el movimiento de sus dueños. En lugar de eso, parecía que tenían vida propia. A medida que los turistas avanzaban, las sombras se desprendían suavemente de ellos, adoptando una forma autónoma y deslizándose por el suelo con una gracia casi danzante. Algunas se escabullían entre los árboles, otras se elevaban hacia el cielo, como si intentaran escapar de la tierra. Las sombras se movían a su propio ritmo, como seres independientes, con deseos y destinos propios.
Los lugareños de la isla, sin embargo, caminaban con una calma inquebrantable. Sus sombras no mostraban signos de rebelión. Parecía que su profunda conexión con la isla les otorgaba un equilibrio especial, una armonía silenciosa que les permitía coexistir con el fenómeno sin perder el control de su propia esencia. Quizás, pensó el hombre, era esa conexión la que les permitía comprender algo que él aún no alcanzaba a ver.
Intrigado, el hombre comenzó a seguir una de las sombras, que se movía erráticamente, saltando de un lado a otro como si jugara con el viento. La sombra, al percatarse de su presencia, aceleró su paso, guiándolo hacia el borde del mar. Un magnetismo invisible lo atraía, y, sin darse cuenta, se encontró persiguiéndola con ansias. Cuando alcanzó a la sombra, esta se detuvo y giró hacia él. En ese instante, ocurrió lo inesperado: la sombra se fundió con su cuerpo en un solo movimiento.
“Epa”, exclamó el hombre, sorprendido, al darse cuenta de que había estado siguiendo a su propia sombra todo el tiempo. Con asombro, entendió que, de alguna manera, había descubierto el lugar donde las sombras y la luz se encontraban, un espacio etéreo donde la realidad y la fantasía se fundían en una única verdad.
Con una urgencia inexplicable, sintió que debía compartir su descubrimiento. No podía ser que las sombras, tan libres de seguir su propio destino, continuaran siendo ignoradas por aquellos que caminaban sin notar su danza.
Dorys Rueda, Cuentos de sueños y sombras, 2025.