Esa mañana, ocurrió algo insólito: comenzó a llover, pero la lluvia no caía, subía.
Las gotas, una a una, se desprendían del asfalto y ascendían con lentitud, como si algo en lo alto las llamara con urgencia. No era una tormenta al revés, ni un truco del viento. Era una lluvia al revés que nacía de la tierra y regresaba al cielo.
La gente se detenía a mirar, sorprendida. Algunos grababan con sus teléfonos. Otros se preguntaban si era un fenómeno climático, una ilusión óptica o el anuncio de algo peor.
Él, en cambio, no buscó explicaciones.
Era un hombre mayor, alto, de andar lento, con un abrigo gastado y un bastón en el que se apoyaba como quien sostiene también la memoria. Observaba en silencio, sin miedo. Sentía que esa rareza le hablaba, le decía algo que él siempre había sabido.
Cerró los ojos y recordó una frase que su esposa solía decirle, cuando la vida se volvía demasiado pesada: “El cielo también tiene sed”.
Y por primera vez en mucho tiempo, sintió que esas gotas que no lo mojaban, lo unían a la ausencia, a lo invisible, a aquello que nunca dejó de estar, aunque ya no se pudiera tocar.
Dorys Rueda, Cuentos de sueño y sombras, 2025