En aquella ciudad, los relojes no medían la hora, sino las lágrimas. Cada sollozo verdadero empujaba un segundo. Cada llanto hondo, un día entero.
Los habitantes, acostumbrados a su extraña condición, se desahogaban sin pudor: por el amor, por las pérdidas, por cartas que jamás llegaron, por traiciones disfrazadas de abrazos y por la indiferencia, que dolía más que una despedida.
También se conmovían y, con entusiasmo, por cosas pequeñas e inverosímiles: un dibujo torcido, un gatito que bostezaba como un abuelo o un zapato olvidado en la acera.
Algunos rompían en llanto cuando el café se terminaba justo en el momento más necesario. Otros, porque el viento les despeinaba el flequillo segundo antes de una foto. Lágrima tras lágrima, el tiempo fluía y el mundo giraba con engranajes de agua salada. Y aunque todos lloraban, nadie lo cuestionaba. Llorar era natural, como respirar, hasta que llegó alguien que pensaba distinto.
Apareció un turista que llevaba gafas oscuras y tenía una voz afilada como cuchilla. “Llorar es cosa de débiles”, sentenció. Uno le creyó. Luego otro. Después, todos. Y así, aprendieron a apretar los dientes. El silencio se volvió costumbre.
Los relojes comenzaron a fallar. Primero, apenas un tic sin tac. Luego, el vacío. El sol quedó colgado, como una lámpara olvidada en el cielo. Las sombras dejaron de moverse. Los niños no cumplieron años. Las flores no se atrevieron a marchitarse.
La ciudad se volvió de vidrio: intacta, quieta, como un suspiro que jamás se atrevió a salir. Y nadie recordaba ya cómo llorar.
Dorys Rueda, Cuentos de sueños y sombras, 2025