A los ojos de todos, era un puente moderno: líneas elegantes, concreto pulido, tensores que brillaban bajo el sol. Unía dos ciudades separadas por un río quieto, casi sin voz. Lo cruzaban sin esfuerzo autos, ciclistas, niños corriendo detrás de sus madres. Solo a ella se le negaba el paso.
Cada vez que esa mujer se acercaba, con su paso calmo y la mirada cargada de una duda antigua, el puente desaparecía. No se rompía, no colapsaba, no estallaba, simplemente dejaba de estar.
Ella lo intentaba una y otra vez: a pie, en taxi, incluso en sueños. Pero el río, fiel a su distancia, volvía a separarlo todo y ella quedaba al borde, perpleja, sin comprender el misterio que le cerraba el camino.
Pero quien sabía la verdad era el puente. No tenía voz, pero sí memoria. Recordaba y por ello, no la quería sobre él. No otra vez.
Muchos años atrás, cuando era apenas una sombra entre sombras, llegó hasta la mitad. No para cruzar. No para contemplar el paisaje, sino para asomarse al borde y mirar el abismo con deseo callado. Se inclinó apenas y cerró los ojos. Respiró hondo, como si al exhalar pudiera entregarse al silencio y en ese instante, lo quiso de verdad: el salto, la entrega, el fin.
Él sintió la tensión recorriéndole el cuerpo, el peso de ese deseo sin nombre. Y aunque ella no cayó, quiso hacerlo. Desde entonces, algo se quebró en lo más profundo de su ser, porque no fue creado para ser frontera entre el pulso y la nada, sino para sostener sin temblar.
Por eso, cuando la sombra de aquel instante regresaba con pasos ya conocidos, él se desvanecía, porque incluso los puentes, por más sólidos que parezcan, también tienen miedo. También saben retirarse a tiempo, para no romperse otra vez.
Dorys Rueda, Cuentos de sueños y sombras, 2025