El primer carro fue traído a Otavalo por unos señores Artieda, que vivían, donde hasta recién era la ferretería Ferrocolor de la familia Galarza, un carro muy sui-géneris porque para moverse tenía cadena y pedales, provocaba mucho ruido cuando arrancaba.
Luego vino un carro traído por un señor Luis Rosanía que tuvo un almacén de casimires finísimos, pañolones (que en esa época era común utilizar por parte de las señoras acendradas a su tierra), los sombreros borsalinos y panizas que parecían de terciopelo. Este afamado almacén de amplio surtido ocupó los espacios de la casa del Dr. Miranda, justo donde hace poco estuvo la despensa del Sr. Humberto Andrade, o sea en la calle Bolívar subiendo las gradas del pretil municipal.
El señor Miguel Rosanía decía que era de procedencia europea. Él fue padre del ingeniero Luis Rosanía, que fuera presidente del municipio de Otavalo y, como tal, dejó impresa su huella a la posteridad a través de la acometida y tendido de la energía eléctrica, la luz y sus luminarias que se constituirían en el inicio del progreso de Otavalo. Continuando con la obra de sus gestores, los hermanos Segundo Miguel y Tomás Abel Pinto, que instalaron la primera planta eléctrica en “Jatun-Yacu”, es decir en la Fábrica San Miguel.
El tercer carro trajo el Dr. Luis de la Torre, era un vehículo color manteca lindísimo, que brillaba en el parque con el resplandor del sol. El mismo doctor incrementó sus unidades, trayéndose dos Chevrolet más, el uno de cinco y el otro de siete asientos. Carros con capot movible, que sabían ocuparlos en las celebraciones de Carnaval, que era fiesta de contenido puramente esencial. Los carros escaseaban en esas verdes épocas, por lo que el servicio de los correos se hacía a lomo de mula. Por aquí se les veía pasar cargados de alforjas rumbo a Tulcán cada quince días.
Inspirados en el progreso de esta creciente empresa, el señor Segundo Varela, hizo lo propio viniéndose desde Ibarra con un simpático carro para servir al público.
A quienes sí les debo muchas cosas, añoro y extraño es a don Cesitar Garcés, que con bondad me enseñó a manejar sus carros. Don Cesitar y los antes señalados señores, sin duda, fueron los gestores de la primera época de historia del transporte en Imbabura y, a lo mejor en el país. El señor Garcés tuvo algunos carros que les llegó a conocer más que a su camisa, pues los armaba y los desarmaba a su antojo, con toda facilidad. Había un carro que no me olvido color verde “Jhopson” de siete asientos que lo manejé, aunque me perdía en su interior por ser de raza vencida… “chiquito”. Un carro le daba manejando don José Manuel Chalampuente, reconocido músico y compositor. El otro carro conducía el señor Humberto Beltrán, que fuera Comisario por algunas ocasiones en Otavalo. El tercer carro piloteaba un señor Anramunio, del que, no recuerdo su nombre.
Un pasaje que no se lo debe aislar de nuestra realidad histórica tiene relación con las virtuosidades de Don Cesitar Garcés. Él, a uno de sus carros lo trasladó a la zona de Íntag, donde tuvo una propiedad. Allí, lo desarmó íntegramente para convertirle en uno de los trapiches más modernos y sofisticados de esa época. Hecho comprobado por la calidad de la molienda de la caña y su producción.
Poco a poco, se engrosaron estas filas. Llegaron a quedarse aquí unos señores Rafael y Segundo Játiva (chamadre), con unos carros que daban presencia, que usted ya se imaginará, expuestos en el entorno de lo que era el parque Bolívar. En ese tiempo, cerrado, con verjas de hierro forjado, hábilmente trabajadas por el maestro Abraham Calderón de Cotacachi, artífice de los metales y el fuego como Vulcano. Verjas que no se sabe qué se hicieron ni a dónde fueron a parar y, ¿acaso nadie responde por el patrimonio de la ciudad?
Era de ver los días domingos a la gente acomodada hacer sus paseos por las calles de Otavalo, en sus carros privados. El caso de los doctores César, Enrique y Reinaldo Garcés, elegantes con frack, jhaké, sombrero buche, coco o mocora, elaborados de paja y muy delicados, porque al caerse se hacían pedazos. Apretando el acelerador con sus zapatos, calzados con botainas y al volante con guantes impecables.
Los precios de las carreras por el servicio a Quito no estoy cierto, aunque en algunas ocasiones fui cobrando pasajes, me parece que valía primero cinco sucres y luego ocho sucres.
Señor, cada vez que hay la chance de hablar de lo que se vivió en aquellos tiempos. Me alegra, pero a la vez, me afecta. Antes la gente era más íntegra y sincera, la palabra empeñada era una prueba de honor. Hoy, ¿cree usted que es lo mismo? Responda, me dirá que no. ¿Verdad?
Cómo me hubiera gustado que los transportistas actuales vivieran en aquella época, cuando la cultura era la premisa y la carta de presentación de los profesionales del volante.
Ya nos reuniremos para seguir conversando. Ojalá esta tonta cabeza pueda recordar algo más de lo que hasta el momento hemos compartido. Ahí sabremos de cerca las aficiones, los gustos, las habilidades y destrezas de interesantes paisanos otavaleños, como el señor Alonso Ubidia y sus raras motos, del Dr. Aurelio Ubidia, catalogado jurisconsulto, cabalgando en sus caballos árabes de alta escuela, entre tantos y tantos temas que no tienen por qué esfumarse en la oscuridad de la densa neblina.
Los otavaleños que se fueron, Relatos reales de la parcela nativa, 2013