Rubén Darío Buitrón

No es este el planeta en el que quise nacer una tarde de domingo.

Si me hubieran dado a elegir habría dicho que todavía debo esperar.

Hubiera pedido información sobre el amor, sobre

la oscuridad, sobre las golondrinas y los mares.

Hubiera solicitado que antes del parto pudiera escuchar el estruendo de las patas de los caballos.

Que pudiera bañarme con las hojas precipitadas de los eucaliptos.

Que la lluvia viniera desde abajo, que la luna nunca fuera cruel, que el infierno no me sedujera.

Que en las fronteras todos fueran hermanos, que los soldados ciegos no cavaran fosas comunes.

Que la existencia no fuese tan efímera, que los años tuvieran autonomía para ser rápidos o lentos.

Pero nací y me fueron cobijando los prejuicios, los temores, los estigmas, los recelos y los odios.

Crecí entre violencias, maldiciones, envidias, celos, ambiciones, venganzas y letanías.

Me enseñaron a obedecer en silencio, a mentir, a cometer pecados veniales, a poner zancadillas.

En la escuela premiaban el egoísmo, la culpa, la delación, las resignaciones, la malicia.

En el colegio conocí los mitos, los tabúes, las vidas de los santos, el mal ejemplo, el castigo.

El tiempo me fue llenando de vacíos, de lutos, de temores, de ausencias, de imposibilidades.

Así fui convirtiéndome en lo que no soy, en lo que no tengo, en una duda persistente y hueca.

Así fui convirtiéndome en lo que aborrezco, en lo que no entiendo, en un error de las estadísticas.