Dorys Rueda

 

Desde hace mucho tiempo, una pregunta rondaba mi mente: ¿quién era Paco Viniachy? Este nombre resonaba con admiración entre quienes valoraban el arte y la creatividad en Otavalo y en el Ecuador. Su vida y obra parecían estar envueltas en un aura de genialidad y misterio, características que lo distinguían como uno de los talentos artísticos de su tiempo. Su legado no solo se había limitado a su ciudad natal; se había desempeñado como director de arte en dos de los principales diarios de Ecuador: El Comercio en Quito y Expreso en Guayaquil.

Descubrir más sobre este extraordinario otavaleño se convirtió en una inquietud personal. ¿Qué lo inspiraba? ¿Qué historias habían forjado su camino? ¿Cómo logró un joven, nacido en una tierra conocida por su riqueza cultural y artesanal, destacar en un ámbito tan competitivo como el arte en los principales medios de comunicación nacionales? Estas preguntas despertaron en mí el deseo de conocerlo más de cerca y así nació la decisión de entrevistarlo.

Con la dirección en mano, emprendí mi viaje en auto hacia el barrio "Las Orquídeas", sector de Monjas, en la ciudad de Quito, para conocer a Francisco Vinicio Viñachi Gutiérrez, conocido cariñosamente como "Paco" Viniachy, nacido en Otavalo en 1947. Me habían contado que en su residencia existía un jardín único, donde se exhibían esculturas creadas con materiales reciclados. Estas obras no solo destacaban por su creatividad, sino también por su interacción con la naturaleza, ya que se movían armoniosamente al compás de la dirección y la intensidad del viento.

Al llegar, Paco ya me esperaba frente a su casa. Con una sonrisa cálida y acogedora, me dio la bienvenida e inmediatamente me invitó a pasar. Al cruzar el umbral y entrar en la sala, me encontré con un espacio que irradiaba comodidad, cuidadosamente diseñado para ser agradable e inspirador.

Entre las muchas obras de arte que colgaban de las paredes, una ocupaba un lugar de honor. Era el retrato de una mujer que dominaba el ambiente con una serenidad y elegancia inigualables. Cada línea y sombra en el rostro reflejaba el talento y la dedicación de Paco. No era solo una representación visual, sino una declaración de amor y admiración hacia su esposa, a la que había perdido tres años atrás.

 

 

"Era una gran mujer", dijo el artista con un suspiro lleno de nostalgia. Sus ojos se nublaron y su voz tembló ligeramente al recordar el mensaje de cumpleaños que ella le había dejado poco antes de fallecer: "Hoy, mi Dios, deseo darte gracias por darme a mi amado Paqui como el compañero de vida, por tenerlo siempre a mi lado, por darles a mis hijos un padre lleno de amor y entrega generosa, y el mejor abuelito a mis amados nietos. Te amo por siempre, mi pintor favorito. 

"¿Cómo nació su pasión por el arte?", le pregunto al hombre que había llegado a ser docente en la Universidad Católica de Guayaquil y en la Universidad Central de Quito. Mientras aguardaba su respuesta, mis ojos se posaron en una imponente escultura: un gigantesco candado de hierro que colgaba de una de las paredes. La pieza, con detalles intrincados y una llave monumental, exudaba dedicación y esmero. Paco, al notar mi interés, sonrió con orgullo y comentó: "Es una de mis obras".

 

 

 No pude evitar acercarme para apreciar más de cerca la habilidad y precisión que irradiaba aquel candado. Cada curva y ornamento parecía narrar una historia, reflejando no solo su destreza artística, sino también una profunda pasión por la creación. Fascinada, me quedé en silencio por unos instantes, hasta que Paco, con esa calidez que lo caracteriza, rompió el momento contemplativo con una invitación sencilla pero irresistible: "Es el momento de servirnos un delicioso café". 

Mientras tomábamos el café recién hecho, Paco recordaba su juventud y cómo su padre no quería verle en casa sin hacer nada: “Estaba desesperado porque había intentado de todo conmigo y no había logrado que terminara el colegio. Me puso a trabajar en la famosa imprenta de don Daniel Antonio Guzmán en Otavalo, donde trabajaban mis tíos. Allí contaba hojas y ponía colores con tinta especial en las fotos de blanco y negro que se vendían en la ciudad como souvenirs. Descubrí mi talento, por lo que decidí irme a estudiar al Instituto Superior Tecnológico de Artes Daniel Reyes, en San Antonio de Ibarra”.

Tomó un respiro y continuó: “Mi padre accedió de buena gana, pero no me ofreció su apoyo económico. Me dijo que tendría que mantenerme con mi propio trabajo. Como era maestro y director, me prometió mandarme a todas las personas que necesitaran material didáctico para sus clases. Fue lo mejor que me pudo pasar. Trabajaba día y noche en mi pequeña habitación, rodeado de pinceles, pinturas y cartulinas. Con precisión y creatividad, dibujaba letras perfectas y elaborados diseños. A veces dormía poco, pero ganaba bastante dinero en esa época. ¡Imagínese!, hacía todos los carteles del Normal Superior de San Pablo”.

Paco me relató que, en una ocasión, el rector del instituto lo llamó con urgencia a su oficina. Sin tener idea del motivo, acudió de inmediato al rectorado. Al llegar, lo miró fijamente y le dijo: “Así que tú eres el famoso Paco. Mañana mismo quiero verte aquí con tu padre.” Intrigado, regresó al día siguiente acompañado de su progenitor. En esa reunión, el rector se dirigió a su padre con tono serio pero entusiasta: “Su hijo Paco es un excelente dibujante y tiene un gran futuro. Quise que lo supiera”.

 

 

Ese reconocimiento no solo marcó un momento importante en la vida de Paco, sino que también reforzó su compromiso con el arte. Tiempo después, se graduó como el segundo mejor egresado de su promoción, detrás de Paco Salvador, quien ocupó el primer puesto. Ambos compartieron más que un nombre y logros académicos, ya que juntos formaron un grupo de danza en el instituto, una experiencia que fortaleció su amistad. Hasta el día de hoy, mantienen una relación cercana y fraterna.

En Quito, Paco comenzó su carrera en "Ideas Internacional," una agencia de publicidad que le ofreció un contrato de un año. Sin embargo, solo permaneció siete meses, ya que pronto surgió una nueva oportunidad laboral. "Dios siempre ha estado conmigo. Soy testigo de las maravillas que Él ha hecho en mi vida," afirma con gratitud.

Ese día, al salir de la oficina, un vocero le ofreció un ejemplar de El Comercio. Lo abrió y fue directo a la sección de avisos clasificados, que abarcaba unas siete páginas. En uno de los anuncios solicitaban un dibujante publicitario en la calle Chile. Sin pensarlo dos veces, tomó su carpeta y se dirigió al lugar. Al llegar, se llenó de paciencia al ver una larga fila de aspirantes esperando su turno.

Mientras esperaba, divisó a un hombre elegante que se le aproximaba. Estaba vestido con un impecable terno azul y una llamativa corbata roja. Era Gustavo Cáceres Rueda, el reconocido pintor otavaleño que trabajaba en El Comercio. Fue él quien le ayudó a ingresar a este medio de comunicación y le presentó al gerente de publicidad, don Marcelo Landívar Mantilla, un hombre imponente, alto y corpulento.

Los ojos de Paco brillan de alegría al rememorar el momento en que don Marcelo le preguntó si venía de "Ideas Internacional". Al responder afirmativamente, el gerente soltó con ironía: "¡Qué internacional va a ser esa agencia! ¿Cuánto estás ganando?" Paco, que en realidad recibía unos 700 sucres, un salario aceptable para la época, respondió sin titubear: "Mil sucres".

Sin pensarlo mucho, don Marcelo se giró hacia Gustavo y le dijo: "Lleva al dibujante a la oficina de doña Cristina, en el departamento de personal, para que lo pongan en nómina con un sueldo de mil quinientos sucres. Era casi el doble de lo que ganaba en Ideas Internacional”.

Con una amplia sonrisa Paco manifiesta: "Allí trabajé durante 23 años. Fui dibujante, ilustrador de los suplementos dominicales y de la revista La Pandilla, jefe de diseño y diagramación, y director de arte. Pero lo más importante es que allí conocí al amor de mi vida, mi esposa Rosa Elena, quien trabajaba en el departamento de enfermería de la planta, bajo la dirección del Dr. José Tome".

 

 

Cuenta que un día fue a la enfermería para que le curaran las rodillas lastimadas, consecuencia de un partido de fútbol. Salió una joven vestida totalmente de blanco, pretenciosa como ella sola, y le pidió que se bajara el pantalón para inyectarle. Él, como era atleta, le ofreció su brazo, sin darle chance de que viera algo más que el antebrazo. “De aquí en adelante le llamaré Elenita,” le dijo Paco. Ella le contestó: “Yo le llamaré Paqui, pero no se haga ilusiones conmigo porque tengo un enamorado alemán.”

A partir de ese momento, Paco aprovechaba cualquier excusa para visitar la enfermería, ansioso por encontrarse con ella en cada oportunidad. En el transcurso de esas frecuentes visitas, no solo fortaleció su conexión con Rosa Elena, sino que también descubrió su pasión por la lectura. Entre las publicaciones que capturaban el interés de la joven estaban las páginas de Vistazo y Selecciones, así como otros textos que despertaban su curiosidad y alimentaban su deseo de conocimiento.

Un día, durante un evento en homenaje al personal de enfermería, Paco decidió sorprenderla con un gesto especial: una acuarela que representaba la calle donde ella vivía. El detalle la conmovió profundamente y en ese instante le confesó que estaría dispuesta a dejar al alemán con quien tenía una relación, siempre y cuando él abandonara sus travesuras en Otavalo, Quito, San Antonio e Ibarra y se comprometiera a estar solo con ella. Paco aceptó sin dudarlo.

Se casaron el 14 de febrero, día de los enamorados, una fecha que simbolizaba perfectamente su amor. Su unión duró 48 años, durante los cuales compartieron una vida llena de complicidad, cariño y respeto mutuo.

En este momento, Paco me invitó a conocer su taller, un espacio amplio y luminoso, con grandes ventanales que dejaban entrar la luz natural.

 

                                

Las paredes estaban adornadas con bocetos y pinturas en diferentes etapas de desarrollo, cada una contando su propia historia. En una esquina, había una mesa de trabajo cubierta de herramientas, pinceles y tubos de pintura, organizados de una manera que solo el artista entendía.  "Aquí es donde me siento libre para crear sin límites," reveló Paco, mientras me mostraba algunas de sus obras más recientes. "Para mí, este taller no es solo un lugar de trabajo, es una extensión de mí mismo. Aquí es donde realmente soy yo”, concluyó con una sonrisa.

Antes de terminar la entrevista, Paco me obsequió uno de sus cuadros, una obra que no solo reflejaba su talento excepcional, sino también la profundidad de su alma creativa. Fue un gesto cargado de simbolismo, una muestra de generosidad que hasta hoy me conmueve. Al sostener esa pieza entre mis manos, sentí que no solo estaba recibiendo un regalo, sino un fragmento de su visión del mundo. 

Luego, con una calidez que reflejaba su autenticidad, me abrazó y, antes de despedirse, me miró a los ojos como si quisiera asegurarse de que sus palabras quedaran grabadas en mi memoria: “El verdadero éxito no se mide en reconocimiento o en fama, sino en la capacidad de crear desde el corazón y vivir con pasión.” Esas palabras, pronunciadas con una convicción serena, cerraron nuestra conversación.

Mientras me alejaba, no solo llevaba conmigo la obra de arte que me había regalado, sino también una profunda sensación de gratitud y una lección invaluable. Paco Viniachy no era simplemente un artista; era un maestro de vida que había logrado equilibrar con maestría el talento, la pasión y la humildad. En su presencia, comprendí que el verdadero arte trasciende lo estético: no solo embellece el mundo, sino que transforma profundamente a quienes lo crean y a quienes tienen el privilegio de contemplarlo.

 

 

 

 

 

 

 

 

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  • homeLa autora Dorys Rueda, 13 de Febrero del 2013.
  • mailelmundodelareflexion@gmail.com
  • mapOtavalo, Ecuador, 1961.

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