Por Dorys Rueda

 

Esta leyenda proviene de la voz de Pepe Herrera, quien la contó tras más de sesenta años de vivir en las islas Galápagos.

Fue recopilada por Brenda Vanegas León y, en esta versión, yo la adapto y amplío, retomando su esencia para darle nueva vida entre la memoria y el misterio.

Cuenta don Pepito que, cuando tenía dieciséis años, se fue a la isla Baltra a trabajar con los gringos, allá por los años cuarenta. En aquel tiempo, la isla servía como base militar norteamericana: un lugar de calor intenso, uniformes impecables y barcos anclados frente a un mar tan azul que parecía no tener fondo.

Entre los muchos soldados que llegaban y partían, había uno que todos recordaban: el Sargento Jones, un hombre alto, de cabello rubio y ojos tan claros que parecían reflejar el cielo. Siempre llevaba consigo un rondín y, al caer la tarde, se sentaba frente al mar a tocar una melodía triste, una música que, según decían, hacía suspirar hasta a las gaviotas.

Pero un día, la fiebre de la disentería lo alcanzó. Lo atendieron como pudieron, aunque él solo pedía una cosa: su rondín. Quería tocarlo una vez más.

Dicen que alcanzó a soplar apenas dos notas antes de morir y que, al exhalar su último aliento, su espíritu se desprendió del cuerpo y quedó vagando en la isla, aferrado a su música.

Desde esa noche, el viento comenzó a traer aquella misma melodía, como si el alma del sargento siguiera practicando su despedida.

El rumor se extendió rápidamente por la base. Algunos soldados afirmaban haber visto una sombra junto a la tumba del sargento; otros contaban que el rondín sonaba solo, bajo la luz de la luna.

El miedo creció tanto que muchos se negaban a hacer la guardia. Los oficiales, decididos a acabar con la historia, escogieron a un grupo de hombres valientes para pasar la noche junto a la tumba.
Llevaron cruces, dientes de ajo y estacas. Juraron que resistirían sin temblar hasta el amanecer.

A medianoche, el aire se volvió frío y el silencio se hizo tan espeso que apenas se podía respirar.

Entonces se escuchó la melodía: una música leve, lenta, profundamente humana, que parecía venir del centro de la tierra.

Después llegaron los gritos. Nadie supo cuántos ni de quiénes. Cuando amaneció, la tumba del sargento seguía intacta, el rondín reposaba sobre la cruz, pero de los valientes nunca se volvió a saber.

Unos decían que el Sargento Jones los había arrastrado consigo; otros, que habían huido aterrados hacia el mar.

Desde entonces, en las noches sin luna, los habitantes de Baltra aseguran escuchar esa misma música cuando un soldado se comporta mal o rompe las órdenes.

—A mí no me ha llevado —dice don Pepito, con media sonrisa—, porque soy un buen soldado.

Cuando el viento sopla desde el mar y la luna se esconde tras las nubes,
una melodía flota sobre las rocas de Baltra.

Nadie sabe de dónde viene, pero todos entienden que el alma del sargento aún pasa lista entre las sombras.

 

Visitas

005135175
Today
Yesterday
This Week
Last Week
This Month
Last Month
All days
1688
4791
26722
5077132
113512
133279
5135175

Your IP: 57.141.0.47
2025-10-24 08:13

Contáctanos

  • homeLa autora Dorys Rueda, 13 de Febrero del 2013.
  • mailelmundodelareflexion@gmail.com
  • mapOtavalo, Ecuador, 1961.

Siguenos en