Por: Alfredo Fuentes Roldán
Don Matías Servando de la Cruz y Sepúlveda había sido en sus buenos tiempos un individuo acomodado que, sin tener abundantes riquezas materiales hacía vida digna sin alardes ni estrecheces y aunque no había alcanzado títulos nobiliarios ni había pasado de los conocimientos elementales que la vida le va enseñando cada día, tenía buena formación que la había recibido del reverendo Alonso Mejía de Mosquera, Canónigo y Arcediano del Cabildo quien supo inculcarle los fundamentos de la convivencia social y las verdades de la vida cristiana, como padrino de bautismo primero, protector a tiempo completo después. Habría sido de esperar que siguiera la carrera eclesiástica y los pasos de su mentor, pero no había madera para ese edificio y don Matías resultó un hombre de bien, serio y honrado sujeto que escogió el comercio como actividad y entre comprar al mayoreo y vender al minoreo fue pasando los días sin embarcarse en grandes empresas, ni buscar una compañera para compartir sus fatigas, ni salir del círculo en que se había ubicado. Hijo único y el solo responsable de sí mismo, atendía personalmente su negocio de pulpería y en lo que quedábale de tiempo, que no era poco, iba en busca de su padrino y a la catedral en donde ayudaba a cuantos menesteres pequeños podía con tanta buena voluntad que pronto llegó a dominar el complejo aparato de la administración del templo, de los pasos y exigencias de la liturgia diaria y de la difícil tarea de organizar ceremonias y procesiones, de manera que cuando vacó el puesto de pertiguero. El único candidato para reemplazar al que por largos años se había desempeñado en esas funciones, fue don Matías. Y él, cristiano convencido, hombre bueno y sencillo aceptó el cargo, sintiéndose como pez en el agua e iniciando sus labores un instante después de haber sido propuesto. En la jerarquía catedralicia estaba después del Sacristán Mayor, que era un religioso, pero sabía tanto como él, hasta de latines y motetes, que sólo le faltaba órdenes y sotana para estar en iguales condiciones. Las órdenes pudo haberlas recibido, si hubiera querido hacer los estudios reglamentarios y no quiso nunca someterse a ellos, pues era capaz y suficiente. La sotana o algo muy parecido, le pusieron solemnemente sobre los hombros, al día siguiente, quedando tan caracterizado, distinguido y elegante como el mejor chambelán de palacio. El vestido no era sino una larga túnica del cuello a los pies, muy rica, de pesada seda de damasco, adornada con anchas franjas de hilo de oro dejando espacio a lujosa gorguera de lienzo y puños de encaje. Le pusieron en la mano derecha una pértiga o vara larga guarnecida de plata y quedó, de una pieza, todo un monumento. El tal parecía haber nacido para pertiguero y lo mejor es que todo el mundo estaba de acuerdo. De ahí en adelante sus bonos subieron y sus réditos también, el negocio prosperó como por arte de magia y hasta podía decirse que, de un solo tirón, don Matías escaló un peldaño en la escala social. Había alcanzado el aprecio de los canónigos y hasta su Ilustrísima el señor López de Solís le dispensaba paternal afecto.
Por esos tiempos en que lánguidamente comenzaba el siglo XVII la Muy Noble y Muy Leal ciudad de San Francisco de Quito tiene estandarte, da su nombre y es cabeza de la Real Audiencia, es sede episcopal, ha pasado una sangrienta experiencia con la revuelta de las alcabalas, construye con entusiasmo iglesias y conventos, ha abierto seminario y universidad, produce y crece a la medida que le señalan de afuera y pese a todo va entrando en un segundo centenario.
Actividad sobresaliente es la religiosa en la que todos están directa o indirectamente involucrados. El cuarto obispo es el virtuoso fraile agustino Luis López de Solís, natural de Salamanca. En su juventud había ejercido el ministerio de cura doctrinero de indios y a ellos siempre se dedicó con predilección, defendiéndolos contra los abusos de los chapetones, robusteciendo sus almas con el evangelio.
El obispo tenía gran devoción a la Virgen, de tal modo que encontrando en Quito que se veneraba a Nuestra Señora de Guadalupe en Huápulo, estimuló el culto impulsando la construcción de la primera iglesia y todos los viernes por la noche iba en peregrinación para celebrar la misa al día siguiente, ejemplo que los fieles siguieron, estableciéndose la costumbre de las romerías acrecentadas día a día por los portentosos milagros de la Virgen. La imagen tallada en 1587 por el toledano Diego de Robles y encarnada por su paisano el pintor Luis de Ribera se hizo muy popular. En esto no tuvo pequeña parte don Matías que era el más interesado en propagar el culto a la guadalupana. Orondo y satisfecho caminaba al lado del Obispo, casi como si fuera el familiar y no se perdía peregrinación en la que tomaba parte devotamente.
Los indígenas de Ilumbisí consiguieron en 1591 que el escultor hiciera una copia igual para ponerla en “una capilla que está a una legua de esta ciudad (Quito)”. El maestro escultor fue hasta allá para entregar su obra y como ellos no habían podido conseguir el dinero necesario para pagarla y el plazo para obtenerlo no fue aceptado, se deshizo el compromiso con el disgusto de don Matías que vio frustrados sus sueños de llevar “su Virgen” a otros lugares y que más gente pudiera acercarse a la devoción.
Mientras tanto, un pueblo pequeño llamado Oyacachi, distante de Quito en 10 leguas, colgado a 3.000 metros de altura en una brecha que se abre entre la Cordillera Oriental y la Tercera Cordillera, con un claro ancestro kara y probablemente antes asentado en la zona de Cayambe, era la que quedaba de un gran núcleo que bravamente había luchado contra los ejércitos invasores de Huayna-Cápac. Al ser derrotados se refugiaron en la hostil montaña en la que no era fácil encontrarlos, pudiendo sobrevivir pese al clima riguroso. Se habían convertido en 1583 en indios de encomienda que, como doctrina, dependían del asiento del Quinche, a ocho leguas de distancia, residencia estable de un sacerdote que entraba una vez al año para atender los servicios religiosos. “Tan desabrido el sitio, donde lo más del año llueve de día y de noche” tenía por iglesia un chozón de rústicas tablas, cubierto de paja, pero interesóse sin embargo en la imagen que no tenía quien la adquiriera. Convenció al bueno de don Matías, el “domine” en esta materia, para que intercediera ante el artífice en favor de la comunidad de Oyacachi. Convenidos los pormenores de la negociación, se organizó apropiada comitiva de vendedores y compradores presididos por don de la Cruz y Sepúlveda, quien llevando en brazos la imagen, se aventuró por espeluznantes caminos. Reunió la gente piadosa la cantidad de dinero necesaria y Robles, pagado por su obra, la dejó colocada con sus propias manos en simple gruta abierta en pedrón gigantesco, cobijada con mantas de lana cruda y ramas de plantas silvestres.
Aún estando el pueblo sin sacerdote, se congregaban los indios en la llamada iglesia los domingos y días de fiesta, la barrían y adornaban con flores del campo y entre si recitaban la doctrina diciendo las oraciones que tenían aprendidas y en su entender cuidaban de la celestial imagen y de ella recibían cuantos favores le solicitaban. Tantos eran y tan convincentes que rápidamente se difundieron en Quinche, en sus alrededores y aún en Quito, pues no era poco lo que hacía de lejos don Matías en su apostolado. El obispo auspició la devoción y él mismo, desafiando los rigores del viaje, fue el más asiduo peregrino. Quiso convertir la doctrina en beneficio aparte de la parroquia del Quinche y después de muchas tentativas tuvo que renunciar ante la lejanía del lugar, los malos caminos, la inclemencia del clima, la reducida población. Mas, secundando al prelado, en Quito varios sacerdotes y el infaltable don Matías, se constituyeron en promotores de romerías, recolectando limosnas para adquirir objetos del culto y llevarlos, especialmente el 21 de noviembre, fiesta de la Purificación, que fue introducida por el padre Pedro de Balenzuela, con lo cual mejoró la capilla, fue mayormente dotada gracia a la ayuda de una cofradía de devotos españoles impulsados por el mismo religioso. Así es como se convirtió en santuario.
Los prodigios de la Virgen habían llegado a tanta gente que quería tenerla más cerca y pedían que se la pusiera en Quinche o en lugar más próximo a Quito, para evitar los duros inconvenientes del peligroso viaje a Oyacachi. La decisión final que ya estaba prevista desde el principio, la dio la Audiencia autorizando el traslado de la imagen al Quinche a fin de impedir que fuera objeto de profanaciones por parte del Curaca de entonces que quería ofrendar a la Virgen sus ritos paganos. Se encargó hacer el traslado el miércoles 10 de marzo de 1604, primera semana de cuaresma, al capellán Diego de Londoño, quien se hizo acompañar por españoles y cien indios del Quinche, formando procesión con cruz alta, pendones, mucha cera y suficiente música. Terminó el largo recorrido en la primitiva iglesia a quince cuadras del templo actual. Con el traslado se incrementó el culto y las romerías aumentaron en número y en pueblos deseosos de venerar la imagen portentosa que comienza a ser llevada a Quito cuando es sacudida por terremotos y epidemias, detenidas y conjuradas por la intercesión de la celestial Señora cantada desde entonces por u8na enternecedora y emocionante Salve. Unos persisten en seguir llamándola de Oyacachi. Otros la aclaman como del Quinche. Con este último apelativo se generaliza desde el siglo XVIII.
Cuando gobernaba el obispo Oviedo, entre 1630 y 1640, se construye el nuevo templo y en 1698, para concluir el siglo, el Cabildo de Quito la declara Patrona jurada por haber salvado la ciudad del terremoto que asoló Latacunga, Ambato y Riobamba, causando también serios daños a la ciudad, disponiendo que a costa de la corporación se haga fiesta solemne el 20 de junio de cada año. El edificio se mantuvo hasta 1859 en que sufrió muchos daños con el terremoto de Ibarra y se destruyó más con la caída de sus torres en la catástrofe de 1868. Las reparaciones requirieron tiempo, esfuerzo y dinero que con la acción decidida de la Congregación de Oblatos alcanzó una reparación total del santuario, fortaleciendo su estructura y embelleciéndolo en su interior, tanto que en 1943 fue un digno trono donde el arzobispo de la Torre coronó a la imagen como Reina del Ecuador.
Adueñada del corazón de los ecuatorianos, sin distingo de color ni de lengua, la que principió un lejano día a ser venerada por un reducido grupo de indígenas en inhóspito lugar de la serranía, abre ahora su santuario todos los días en un jubileo permanente, punto de llegada de banderas y estandartes de las más lejanas regiones del país, disputándose cada una el primer lugar en devoción.
De don Matías nadie se acuerda.
La Virgen seguramente le tiene entre sus escogidos.
Quito, Tradiciones, Tomo II, Ediciones Abya-Yala.
Portada: https://www.youtube.com/watch?v=pQhv8JG77_Q