El corazón del taita Imbabura, las montañas, los lagos, el paisaje, el cascarón, la plaza de ponchos, el olor del pan recién horneado, el tostado, las chivas, las vueltas en el parque y la eterna amistad han sido parte de mi vida. También, tener el amor incondicional de mis padres, hermanos y amigos, pues crecí con una familia numerosa a quien amo y respeto mucho.
Mi anhelo desde joven era estudiar y trabajar cerca de mis padres, pero lo que uno planea, a veces no resulta. Nunca pensé que iba a dejar atrás a mi familia, amigos y a mi lindo Otavalo.
Un grupo de americanos vino a Otavalo a vivir con familias otavaleñas, en intercambio estudiantil. De todo el grupo, había un gringuito que, según la coordinadora del programa, era el que sabía menos castellano y temía que iba a tener problemas en adaptarse a la nueva experiencia educativa. Antes de venir a Otavalo, los estudiantes habían vivido en Quito todo el mes de febrero, para recibir clases de español. Este gringuito, como era de esperarse, nunca llegaba a tiempo a las clases. Se aparecía al final, todo empapado de agua, cuando era la hora de salida. El señor Patiño, maestro de la academia, preocupado y muy molesto, le pidió que le explicara la razón por la que no asistía a tiempo a clases. El gringuito le respondió que prefería jugar carnaval en el barrio, que era más divertido que estar en clase conjugando el verbo “ser y estar”. El maestro Patiño, indignado, le advirtió que el examen final se aproximaba y que, si no lo pasaba, sería devuelto a su país inmediatamente. Para sorpresa del maestro, el gringuito sacó la más alta nota de todos y era el que mejor se comunicaba.
Conocí al gringuito, mi futuro esposo, en Otavalo, hablando un excelente español y dispuesto a aprender más de nuestra cultura. El tiempo pasó y tuvo que regresar a su país, para cursar un semestre más y terminar la universidad. Nos habíamos enamorado y fue triste la separación, pero prometió regresar. Antes de empezar a estudiar medicina en Albany, New York, él había propuesto a la escuela realizar una investigación de las plantas curativas en Ecuador. Lo aceptaron y, efectivamente, regresó a Otavalo. Al poco tiempo de su estadía, nos casamos. Vivimos con mis padres por unos meses y estábamos muy felices sin tener que trabajar, dando vueltas en el parque, yendo a las peñas y disfrutando de la compañía de toda mi familia. Pero la realidad empezó, cuando su programa de investigación terminó y teníamos que mudarnos a Estados Unidos.
Era el mes de febrero, mientras en Ecuador se jugaba carnaval, yo estaba pisando suelo estadounidense, en Nueva York, en pleno invierno. Al salir del aeropuerto, una ráfaga de frío me dejó paralizada. Esto fue impactante para mí. Yo nunca había experimentado un frío tan espantoso, me dolía la nariz al respirar. La nieve estaba por todos los lados y no se veían los carros que estaban enterrados por ella. Me preguntaba: “Esta gente loca, ¿cómo vive así? ¿y yo? Más loca que ellos por estar aquí”. La gente caminaba como que no pasaba nada. Mientras yo, asustada, estaba cubierta totalmente con dos abrigos, poncho y bufandas. “¡Qué horror!”, me decía a mí misma. “Esto, definitivamente, no es para mí.
Fue muy difícil desafiar al frío, el idioma, la nueva cultura y la soledad. Intimidada, decidí estudiar en la universidad estatal de Albany, Nueva York y logré graduarme. No fue fácil, pero cuando uno se propone aprender, se logra. Pensé que no me enseñaría y que convencería a mi esposo de regresar al Ecuador, pero ya han pasado 33 años y tengo 3 maravillosos hijos, a quienes amo y dedico mi vida. El gringuito todavía dice que es de Otavalo-mantami cani y nunca se olvida de los carnavales en Ecuador. Fue una experiencia inolvidable para él. Para mí, en cambio, vivir en un país extranjero representó trabajo, sacrificio y enfrentar muchos desafíos. Para el inmigrante, cuando sale de su país de origen, encuentra muchas trabas, pero con trabajo y perseverancia uno puede lograr superarse. EEUU ahora es mi casa, representa mi hogar, pero nunca olvidaré a la gente otavaleña, mis costumbres, tradiciones y gastronomía. He enseñado a mis hijos el idioma y, en general, nuestra cultura para que conserven, respeten y aprecien mis raíces. Otavalo siempre estará en mi corazón y por más lejos que me encuentre, nunca olvidaré a la tierra hermosa que me vio nacer.
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