Esta inusual historia sucedió hace unos treinta años en el cementerio de la ciudad de Otavalo.
Una mañana había ido al camposanto a arreglar las flores de los nichos de mi familia. Me acompañaban en ese tiempo dos niños: mi hijo que era aún pequeño y un amiguito suyo.
Mientras acomodaba los arreglos florales, los niños, por varios minutos, jugaban y corrían de un lado al otro. Por instantes, los perdí de vista, cuando de pronto, a lo lejos, observé cómo venían corriendo despavoridos. Me gritaban algo desde lejos, pero yo no podía escucharlos. Cuando pasaron frente a mí, sin detenerse, me gritaron que arrojara las flores y corriera hacia la salida del panteón, porque un muerto estaba saliéndose de su tumba.
Yo, sin saber qué mismo pasaba y totalmente desconcertada y también nerviosa, corrí en estampida tras ellos. Finalmente, nos detuvimos en la salida. Allí me tranquilicé y luego procuré que los niños se calmaran, aunque estaban pálidos y todavía muy asustados. Les pregunté qué había pasado. Me volvieron a repetir que habían visto a un muerto salirse del nicho. Como única respuesta les dije que era imposible que un muerto pudiera salirse de la tumba. Les pedí de favor que me indicaran dónde habían visto a ese muerto.
Los pequeños se negaban a entrar nuevamente, entonces les abracé y les prometí que nada malo iba a ocurrirnos. Tomé sus manos y volvimos a ingresar al camposanto. En efecto, había una caja en medio de uno de los caminos. Estaba en el suelo, abierta, y de allí una mano colgaba fuera de la caja.
Sin pérdida de tiempo, un poco atemorizada también del hallazgo, salimos fuera del cementerio y nos dirigimos al Municipio de la ciudad de Otavalo, a la Dirección de Higiene para avisar lo que habíamos visto en el panteón.
Regresamos con dos policías municipales, pero cuál sería nuestra sorpresa al ver que la mano que vimos colgada ya no sobresalía de la caja. Nos acercamos y vimos que el féretro estaba ya vacío. En cuestión de minutos se habían llevado el cuerpo del hombre o de la mujer que había fallecido.
Los policías me dijeron que la sustracción del cadáver no era un simple acto delincuencial. No se trataba de ladrones comunes, sino de alguien a quien le interesaba ese cuerpo, para venderlo o regalarlo a los estudiantes que cursaban la carrera de medicina.
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