Elegí el tema de la interacción entre el escritor y el lector para esta reflexión porque considero que es clave tanto en el proceso literario como en la experiencia de la lectura. Al explorar cómo estos dos roles se complementan y enriquecen mutuamente, me di cuenta de que esta dinámica convierte la obra escrita en una experiencia viva, siempre en transformación.
El escritor, al igual que un pintor, moldea una obra con palabras, dotándola de rasgos, colores y formas. Ya sea poesía, teatro o narrativa, cada palabra se convierte en un trazo que da forma a los personajes, la trama y las emociones que quiere transmitir. Sin embargo, este marco nunca está cerrado. El lector, como un espectador ante una obra teatral, no se limita a observar pasivamente. Al sumergirse en la obra, reinterpreta, visualiza y reconstruye la historia, aportando su propio sentido a las palabras. De esta manera, como un espectador que enriquece la interpretación de un cuadro, el lector contribuye a que la obra cobre nuevos significados, porque el texto escrito no es un producto fijo, sino un proceso en constante evolución, donde se fusionan la visión del autor y la interpretación del lector.
El escritor, en su rol, es como un guía de montaña. Traza el sendero, marca los hitos y establece las rutas que guiarán la travesía narrativa o poética. Es el encargado de orientar, definir la dirección y señalar los puntos clave de palabras, frases y versos. Prepara el camino, precisando las etapas y los desafíos por enfrentar. No obstante, el lector, en su papel de escalador, es quien avanza, tomando las decisiones sobre cómo sortear los obstáculos y disfrutar del paisaje. Enfrenta los retos del texto, eligiendo el ritmo de su ascenso y explorando el terreno narrativo o poético desde su propia perspectiva.
El escritor, de la misma manera, es un chef que selecciona con esmero los ingredientes, fusiona los sabores y crea una receta única. Al combinar palabras y estructuras, da vida a su obra literaria, cuidando cada detalle para lograr una armonía perfecta en su creación. Además, elige cuidadosamente cada elemento del texto, con la intención de cautivar al lector y brindarle una experiencia profunda que lo envuelva por completo. Sin embargo, es el lector, en su rol de comensal, quien saborea el plato preparado, interpretando y disfrutando de los sabores según su propio gusto. Aunque el escritor ha diseñado el platillo, es el lector quien completa la experiencia, aportando su perspectiva personal, como un comensal que disfruta de la comida, la interpreta y la vive a su manera.
El escritor, al igual que un arquitecto, diseña la estructura, establece los cimientos y levanta las paredes de su obra literaria. Así como un constructor elabora un plano detallado, el escritor edifica el andamiaje de la narrativa, la poesía o el teatro, definiendo el tono y el ambiente, y organizando con precisión cada elemento del contenido. Cada palabra, cada frase se convierte en un ladrillo, cuidadosamente dispuesto para formar una construcción que, aunque intangible, tiene la solidez necesaria para mantenerse firme. Establece las reglas, el ritmo y la dirección, creando un espacio literario que no solo invita al lector a entrar, sino a explorar, recorrer y vivir la obra en su totalidad. De esta forma, el texto se transforma en un edificio en constante evolución, un espacio que se adapta a la visión única de cada lector, quien, al adentrarse en un gran aposento, puede descubrir nuevas habitaciones, pasillos ocultos y detalles que solo él es capaz de percibir.
El escritor también es un jardinero, que selecciona cuidadosamente las semillas de sus ideas y las planta en el terreno fértil de la página, nutriéndolas con palabras, podándolas cuando es necesario y cultivándolas con paciencia para que crezcan y florezcan. Cada palabra es una semilla, cada frase una rama y cada capítulo una flor que se despliega con el tiempo, revelando la belleza de la narrativa, la poesía o el teatro. Mientras el escritor diseña este jardín literario, el lector, como un visitante, recorre ese espacio creado, observando, interpretando y viviendo la obra a su propio compás. De esta manera, escritor y lector, como jardinero y visitante, crean juntos un espacio vivo, donde la obra se reinventa cada vez que alguien la recorre.
Finalmente, el escritor, de manera similar a un director de orquesta, compone la melodía de su obra, dotando de ritmo, tono y armonía a cada palabra, frase y estructura. En la narrativa, cuida el flujo de la trama y el desarrollo de los personajes; en la poesía, juega con la musicalidad de los versos y la precisión de las imágenes; y en el teatro, organiza el diálogo y las pausas, creando una coreografía emocional que guía tanto a los actores como al público. Cada elemento de su escritura es una nota cuidadosamente elegida, que contribuye a una composición más grande. El lector, como músico, toma esa partitura y le imprime su propio estilo, ritmo y emoción, matizando la obra, ya sea narrativa, poética o teatral, según su perspectiva sinfónica.
En suma, la relación entre el escritor y el lector es esencial para dar profundidad a la obra literaria. El escritor establece la estructura y el marco, pero es el lector quien, a través de su interpretación única, aporta matices y enriquece la obra en cada lectura. De este modo, la literatura se convierte en una experiencia dinámica y compartida, donde ambos juegan un papel crucial en su creación y significado.
Dorys Rueda, Reflexiones personales, 2025.