El cuerpo habla todo el tiempo, aunque no siempre le prestemos atención. A veces lo hace con gestos mínimos, otras con una postura, con una mirada que se sostiene o se esquiva. Hay días en los que dice más de lo que quisiéramos. Dentro de ese lenguaje silencioso, los pies tienen algo particular: van diciendo lo que somos mientras avanzamos. No piensan demasiado, no disimulan. Simplemente se mueven. Cada paso sigue un ritmo propio, una cadencia que no responde a reglas aprendidas, sino a lo que el cuerpo siente en ese momento. Por ahí se filtra lo que no decimos, lo que guardamos, lo que todavía no sabemos cómo nombrar.

Los pies revelan el pulso interior. Caminar despacio, por ejemplo, se parece a un verso largo, que se toma su tiempo. Cada paso se apoya con calma, como si el cuerpo respirara mejor. En cambio, caminar rápido es otra cosa: un verso corto, entrecortado, que no se detiene. Hay prisa, urgencia, una necesidad de llegar antes de que algo se pierda. El cuerpo lo sabe y lo traduce en la forma de pisar.

La manera de caminar también cuenta una historia. Un paso firme, bien apoyado, transmite seguridad. El pie se afirma en el suelo y parece decir: aquí estoy. Hay dirección, hay intención. En cambio, un paso vacilante duda, flota, no termina de asentarse. Es como una frase que se queda a medias, una idea que no encuentra dónde apoyarse.

A veces el pie gira, se tuerce apenas, rompe la continuidad del andar. Ese gesto introduce una pausa. Como una elipsis en un poema, deja algo sin decir. El cuerpo se detiene un segundo, escucha, siente. Esa torsión pequeña dice mucho: incomodidad, atención, espera, cuidado. El movimiento lo dice solo.

También importa el lugar. En una reunión de trabajo, los pies suelen mantenerse contenidos, casi rígidos. Hay control, tensión, cuidado de no salirse del lugar. Se mueven lo justo, como versos que siguen una métrica estricta. En cambio, entre amigos, los pies se relajan. Cambian de posición, se estiran, se cruzan. El cuerpo afloja y el ritmo se vuelve más suelto, más espontáneo.

En casa ocurre algo distinto. Los pies se liberan del todo. Descalzos, caminan sin pedir permiso, descansan, juegan, corren. No siguen reglas. Se mueven como versos libres, respondiendo al espacio, al ánimo del momento, a la energía que anda dando vueltas. Cada paso es inmediato, natural, sin correcciones.

Los pies descalzos tienen un lenguaje propio. Al tocar el suelo, establecen una relación directa con la tierra. Cada contacto suma una sensación: frío, tibieza, aspereza, suavidad. El cuerpo escucha. Como un poema que se entiende de a poco, línea tras línea, los pies descalzos van acumulando experiencia. No filtran. No traducen. Simplemente sienten.

En el baile, los pies se vuelven voz. Dicen lo que no se puede explicar. En el tango, cargan tensión y cercanía. Se buscan, se esquivan, se encuentran. Cada paso es una decisión compartida, como un verso que necesita del otro para sostenerse. Hay estructura, pero también riesgo.

En la bachata, los pies hablan de cercanía, de deseo, de complicidad. Se mueven con el ritmo y lo amplifican. El contacto con el suelo se vuelve emoción. Cada giro, cada deslizamiento, dice algo que no necesita palabras.

En el hip hop, los pies marcan el pulso con fuerza. Golpean, arrastran, saltan. Siguen el beat como un poema sigue su ritmo interno. Hay energía, respuesta inmediata, cuerpo atento. Los pies entran en diálogo con la música y sostienen la conversación.

En la danza moderna, los pies dibujan. No buscan contar una historia clara, sino provocar una sensación. Cada movimiento deja una imagen suspendida, breve, intensa. Como la poesía, no explica: sugiere.

Al final, los pies dicen mucho más de lo que creemos. Cada paso revela algo de lo que somos, de lo que sentimos, de lo que pensamos.

 

Dorys Rueda, Reflexiones Volumen 2, 2026.

 

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  • homeLa autora Dorys Rueda, 13 de Febrero del 2013.
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