Antes de escribir, el escritor se sumerge en un abismo que lo envuelve, desconectándose del mundo exterior como quien se pierde en las aguas profundas y tranquilas de un océano. Es un estado de introspección total, un viaje sin rumbo a través de paisajes invisibles, rostros olvidados, lugares distantes, recuerdos y emociones que surgen y se entrelazan sin forma definida.

Este ensimismamiento del escritor se presenta como un profundo contraste con las rutinas diarias, un refugio que lo libera de las exigencias y la lógica del mundo cotidiano. Es un espacio donde las preocupaciones diarias, las responsabilidades, el trabajo, la familia y las expectativas externas se desvanecen, dando paso a un territorio en el que solo rige su propio universo interior. En ese refugio de introspección, la mente del escritor puede dar rienda suelta a su visión personal, transformando la realidad según su percepción y dando forma a mundos, personajes y emociones que solo existen en su mente. En este espacio sin reglas, el escritor se convierte en el tejedor de su propio universo, hilando con palabras y pensamientos una nueva versión del mundo, una que refleja sus deseos, temores, sentimientos y su visión única de la vida.

En este espacio intangible, hay días en los que el ensimismamiento es fugaz, un suspiro que se abre paso entre la calma y deja emerger un torrente de ideas que surgen con una fluidez natural y serena, como si las palabras se trenzaran solas, encontrando su camino sin esfuerzo. Es entonces cuando el escritor juega con el lenguaje de manera libre, explorando sin restricciones, descubriendo nuevas formas de expresión que emergen como resonancias de su propia esencia. Cada palabra parece cobrar vida propia y el escritor se convierte en un explorador, navegando por el vasto océano de la lengua, desenterrando metáforas y giros que previamente solo existían en su mente. En esos momentos, el lenguaje deja de ser una simple herramienta y se convierte en una extensión de su pensamiento, un vehículo que le permite dar forma a lo inexpresable.

Sin embargo, otros días, el tiempo se detiene. Se convierte en un peso denso e inexplicable, que se resiste a ceder ante la presión de las palabras. Cada palabra parece negarse a tomar forma, a salir del laberinto de pensamientos donde se encuentran atrapadas. Por más que el escritor intente alcanzar su voz interior, las palabras permanecen ausentes, huidizas, como sombras que se deslizan lejos, escapando de su alcance. Se siente como un navegante perdido en un mar de incertidumbre, esperando que el tiempo, en su caprichosa danza, le permita encontrar el puerto de las palabras una vez más.

Cuando alguien irrumpe su ensimismamiento, el escritor regresa lentamente a la realidad, como quien despierta de un sueño lejano, envuelto en la confusión de haber estado vagando por territorios desconocidos dentro de su ser. La transición es suave, casi imperceptible, pero su conciencia tarda en anclarse nuevamente al presente, como si las fibras de su atención tuvieran que reconstituirse tras haber sido deshilachadas por el hilo del pensamiento.

La interrupción entonces se convierte en un recordatorio de lo fácil que es perderse en su universo interior, pero también le revela la constante tensión entre su deseo de permanecer en ese refugio y las demandas incesantes del mundo exterior. Siente que el acto de escribir es un juego continuo entre fuerzas opuestas, una lucha entre lo interno y lo externo, donde cada palabra escrita se convierte, de algún modo, en una resistencia a regresar.

 

Dorys Rueda, Reflexiones personales, 2025.

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  • homeLa autora Dorys Rueda, 13 de Febrero del 2013.
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