Había en la casa como una especie de abandono voluntario que nos implicaba a todos, desde el más joven al más viejo. Unos muebles deteriorados, un espejo que, piadoso, a veces mentía cuando nos veíamos en él, una mesa de madera con cuatro sillas y un calendario que llevaba retraso de dos años y al que nadie, desde luego, le hacía caso porque nunca celebrábamos ningún cumpleaños y al domingo se lo conocía por su tristeza de las 3 de la tarde en adelante.
Las ventanas casi siempre estaban cerradas y en invierno las goteras nos las repartíamos por igual; nadie se quedaba sin su parte. Y eso que había un segundo piso. El dormitorio era para todos, de tal forma que los ronquidos y otros ruidos intermitentes servían para arrullarnos. Las camas eran de fierro, como las de los hospitales públicos, y de la rebeldía de sus resortes mejor no hablar.
La casa de la calle 13 no era de nosotros, pero era como si lo fuera, pues mi bisabuelo Humberto -aquel que había visto cómo lo fusilaban a Pedro J. Montero en la plaza Rocafuerte- así lo había consignado hasta que muriese su hija Rebeca. Era de ladrillos pequeños y de madera, una madera en donde anidaban brillosos tarantantanes que se escurrían cada vez que nos veían llegar con intenciones de cogerlos; también tenía unas claraboyas asimétricas por donde lo que menos entraba era luz y por donde se colgaban ramas de un árbol vecino de robustas achochas.
A la casa nunca le faltaron gatos ni arañas, boleros ni pasillos, cordeles con ropa humilde ni charcos en el patio, en donde alguna vez me hice a la mar sin ganas de volver. Un depósito de madera en el patio me dio la oportunidad de luchar contra furiosos alacranes, imaginar otros paraísos, otras aventuras, otros prematuros desengaños...
Allí pasé -transité más bien- mi infancia hasta los 15 años, y vi cómo mi abuelita Rebeca se quedaba dormida mientras pelaba las papas de la sopa vespertina y cómo mi bisabuela Marina se peleaba con sus recuerdos sumergida en una demencia de pájaros insolentes; también aprendí a leer echado en una hamaca de argollas bulliciosas y formé mi primera biblioteca con los clásicos Ariel en una nevera oxidada que algún pariente nos regaló con la esperanza de que algún día la arregláramos.
De aquellos libros no queda ninguno, pero sus líneas están todas completas en algún lugar de mi memoria, de esta memoria que ha comenzado a disculparse cada vez que la presiono demasiado.
Y claro, en su escalera de pocos escalones, viendo subir a Pocha, mi corazón comenzó a latir por ese corazón que nunca supo de su latido acelerado y loco, casi de ritual africano.
Cuando murió mi abuelita Rebeca y tuvimos que salir por mandato expreso del destino, nadie quiso mirar a atrás; nadie quiso volver la mirada a la puerta cerrada, a la escalera desvencijada, al fogón sin tibieza, a las simples paredes que abrigaron nuestras vidas de zapatillas chuecas, pero de corazones puros.
La casa ya no está, pero sus recuerdos, estos que hoy escribo, de tarde en tarde, me arrinconan, me dejan adentro y me cierran la puerta...
El relato La casa, de Jorge Ampuero Vacacela, es un viaje íntimo a través de la memoria. Todo ocurre desde la evocación, como si cada rincón de esa vivienda aún habitara al narrador. El tiempo en esta historia no fluye con normalidad: se detiene en los objetos, en los hábitos, en los silencios y se convierte en un eco de lo vivido. La imagen del calendario atrasado dos años resume ese estancamiento, donde los días ya no importan y los cumpleaños no se celebran. El domingo tiene una tristeza específica, marcada por una hora: las tres de la tarde, cuando el día comienza a despedirse y parece arrastrar consigo la nostalgia.
La infancia transcurre no como un tiempo idealizado, sino como una etapa que se “transita”, cargada de carencias, pero también de descubrimientos. Aprender a leer en una hamaca ruidosa, construir una biblioteca en una nevera oxidada o lanzarse simbólicamente al mar desde un charco en el patio no son solo anécdotas: son actos de imaginación que revelan la riqueza interior del narrador. La vida compartida con la abuela, la bisabuela y otros miembros de la familia configura un retrato profundo de convivencia intergeneracional, donde la enfermedad, la demencia, el cansancio y el afecto conviven en un mismo espacio físico y emocional.
La casa no es solamente un escenario: es un personaje. Sus muebles viejos, sus camas de hospital, el espejo que miente con ternura, las goteras compartidas, las claraboyas que no iluminan, todo conforma una atmósfera de abandono asumido con cierta dignidad. Nadie parece quejarse; por el contrario, todos se adaptan a ese universo sin heroicidad, pero con una callada resistencia cotidiana. La pobreza no se dramatiza, pero tampoco se oculta: es parte de una forma de vida donde lo importante no es lo que se tiene, sino lo que se comparte.
El amor también tiene un lugar discreto y conmovedor. Pocha, al subir la pequeña escalera, despierta en el narrador un sentimiento nuevo, desconocido, que nunca fue revelado pero quedó grabado como un pulso fuerte y secreto. Ese instante de latido desbocado es la única escena amorosa del relato y basta para dejar huella. La misma escalera, luego, será el símbolo de la despedida definitiva cuando la familia se ve obligada a abandonar la casa tras la muerte de la abuela Rebeca. Nadie quiere mirar atrás y no porque no duela, sino porque volver la vista a lo que fue y ya no es puede romper el alma.
El relato concluye con una afirmación poderosa: la casa ya no existe, pero sus recuerdos siguen ahí, empujando desde adentro, arrinconando la memoria, cerrando la puerta del presente para dejar al narrador encerrado con su pasado. La imagen final no es de abandono, sino de arraigo. Es la casa la que aún habita al narrador, no al revés. Como ocurre con las historias entrañables, esta casa de la calle 13 se queda con nosotros mucho después de que terminamos de leerla.