
Un día, cuando tenía 9 años y vivía en un lugar llamado Rumilona, mi hermana de 11 y yo fuimos a buscar agua al barranco que estaba cerca de nuestra casa, porque en nuestro barrio no había agua potable.
Caminamos por el bosque hasta llegar a la quebrada y mientras llenábamos nuestros recipientes con agua, de repente escuchamos algo muy raro: ¡un bebé llorando! El llanto era tan fuerte y triste que pensamos que alguien lo había dejado allí. Decidimos ir a buscarlo, siguiendo el sonido de su llanto.
Pero, de repente, el llanto dejó de escucharse y algo aún más extraño sucedió. Frente a nosotras apareció un lobo, pero no era un lobo común. ¡Sus ojos brillaban en blanco y luego se volvían rojos! ¡Y lo más sorprendente de todo es que flotaba en el aire! Ya no escuchábamos el llanto del bebé, sino unos gruñidos aterradores que poco a poco se convirtieron en risas burlonas. Y, en un abrir y cerrar de ojos, el lobo desapareció, dejándonos “congeladas de miedo”.
Todo volvió a la normalidad y pronto nos dimos cuenta de que el miedo solo había durado un momento. A pesar de lo aterrador que fue, ese día aprendimos algo muy importante: aunque los misterios de la vida puedan asustarnos, el coraje de enfrentarlos nos hace más fuertes. También comprendimos que, en los momentos de miedo, dos hermanas siempre están allí para ayudarse y protegerse mutuamente.