Hace muchos, muchos años, en un barrio de Quito llamado San Roque, vivía un zapatero que no tenía zapatos, pero ayudaba a las personas a arreglar los suyos. Por eso todos lo conocían como El Santo Descalzo.
El Santo Descalzo era un hombre alto, con ojos tan azules como el cielo y una barba dorada como el sol. Aunque podía vestirse elegante, siempre iba descalzo, incluso en los días más fríos. Vivía en una tiendita pequeña y sencilla, donde reparaba los zapatos de las personas del barrio.
Era muy amable con todos. Si alguien no tenía dinero para pagarle, les arreglaba los zapatos sin costo alguno, ¡y siempre lo hacía con una gran sonrisa! Además, ayudaba a los niños del barrio, enseñándoles a reparar zapatos y a ganar algo de dinero para apoyar a sus familias.
Pero había algo aún más especial en este zapatero: todos los domingos por la mañana, se ponía su ropa más bonita, con un bastón de plata y marfil en la mano. Caminaba por las calles, descalzo como siempre e iba a misa de nueve a la iglesia de la Compañía. Allí, se arrodillaba en un asiento forrado de terciopelo rojo y rezaba con mucha devoción. A veces, sus ojos se llenaban de lágrimas mientras oraba.
Después de la misa, regresaba a su tiendita, donde pasaba el resto de la semana ayudando a todos los que necesitaban su trabajo. Siempre caminaba descalzo, pero su corazón estaba lleno de bondad. Su vida era un claro ejemplo de fe y generosidad, y siempre vivió guiado por lo que dice el refrán: "Con Dios todo es posible". Él creía firmemente que, con su fe, podía superar cualquier obstáculo y brindar ayuda a quienes lo necesitaban.
Con el tiempo, El Santo Descalzo se convirtió en una leyenda y cada vez que alguien ayudaba a otro con un corazón generoso, los vecinos decían: "Así es cómo el Santo Descalzo quería que fuéramos: bondadosos y siempre dispuestos a ayudar".