Tuvo lugar en Patate, un pequeño y apacible pueblo de la provincia de Tungurahua, conocido por sus tradiciones y noches llenas de misterio. En aquellos tiempos, cuando la electricidad apenas llegaba a las casas y las noches eran dominadas por el resplandor de la luna, las familias se reunían alrededor de los fogones para compartir relatos que estremecían hasta a los más valientes. De entre todas las historias, había una que sobresalía por el pánico que infundía: la aparición de la mula infernal.
Este espectro aparecía en noches de luna llena, emergiendo de la penumbra después de la medianoche. Trotaba desbocada por las calles del pueblo, mientras su relincho, cargado de desesperación, resonaba como un eco aterrador en los angostos callejones.
La mula no era una simple aparición; era un ser agresivo y vengativo. Su furia se dirigía especialmente a los borrachos que, tras una noche de excesos, caían dormidos en las aceras. La bestia los pateaba con brutalidad, dejándolos al borde de la muerte. Pero su ira no terminaba ahí. También atacaba las puertas de las casas, golpeándolas con tal fuerza que las familias, aterrorizadas, se atrincheraban dentro, rezando <para que la bestia se alejara. Los más viejos decían que no era un animal cualquiera, sino una maldición viva, un alma errante que pagaba por pecados oscuros.
Cansados del terror que la mula infernal sembraba en el pueblo, un grupo de jóvenes valientes decidió tomar cartas en el asunto. Se reunieron en secreto una noche antes de la próxima luna llena, armados con sogas gruesas y garrotes. El miedo era palpable en sus rostros, pero estaban decididos a liberar a Patate de aquella maldición. Los ancianos les habían advertido que no sería una tarea fácil, pues la mula era una criatura ligada a lo sobrenatural. Sin embargo, estos jóvenes, movidos por el deseo de proteger a sus familias, aceptaron el desafío.
Cuando llegó la noche señalada, se escondieron en los callejones más oscuros, aguardando con paciencia la llegada de la bestia. Pasada la medianoche, un escalofrío recorrió el ambiente cuando escucharon el eco de los cascos a la distancia. El sonido creció, junto con un relincho desgarrador que parecía provenir de lo más profundo de la noche. La mula apareció como una sombra enorme, con ojos rojos como brasas encendidas, agitando la cabeza y bufando como si percibiera el peligro. Su andar era frenético, como si intentara descargar una ira contenida durante siglos.
Con el corazón desbocado, los jóvenes se lanzaron contra la mula infernal, desatando una lucha feroz y desesperada. La criatura, con una fuerza sobrehumana, repartía patadas que derribaban a cualquiera que intentara sujetarla, mientras su relincho desgarrador, casi humano, resonaba en la noche como un lamento que helaba la sangre. La bestia se movía con agilidad, esquivando cuerdas y golpes y por momentos parecía que lograría escapar. Pero los jóvenes, en un acto de valentía y determinación, lograron rodearla, trabajando juntos para sujetarla con las sogas gruesas. Finalmente, tras un esfuerzo titánico, consiguieron inmovilizarla, atándola con fuerza a un poste en la plaza del pueblo, donde la bestia quedó retenida bajo la tenue luz de la luna llena.
La mula, aún amarrada, no dejó de resistirse. Se retorcía, golpeaba el suelo con sus cascos y lanzaba relinchos. Los jóvenes, exhaustos y cubiertos de sudor, se miraron entre sí con expresiones de alivio y miedo. La criatura parecía invencible, pero allí estaba, inmovilizada al menos por esa noche. Decidieron vigilarla hasta el amanecer, mientras las familias del pueblo, que observaban desde las ventanas entreabiertas, rezaban por ellos y por el fin de aquel tormento.
Cuando los primeros rayos de sol comenzaron a bañar las calles empedradas de Patate, ocurrió lo inesperado. La mula dejó de resistirse y comenzó a convulsionar. Sus cascos se transformaron en manos, su cuerpo cambió de forma y el pelaje oscuro desapareció como si se evaporara. Ante los ojos atónitos de los jóvenes, la criatura comenzó a transformarse, revelando su verdadera forma: una mujer de rostro abatido, marcado por el dolor y la vergüenza. Para su sorpresa, era la cocinera del cura, una mujer humilde y reservada que nunca había despertado sospechas en el pueblo. Con voz temblorosa y cargada de arrepentimiento, susurró: "Estoy pagando por mis pecados. Fui la amante del sacerdote y, como castigo, he sido condenada a una maldición: cada luna llena me transformo en esta mula."
El pueblo nunca volvió a ser el mismo después de aquella noche. Los jóvenes, considerados héroes, no pudieron olvidar el miedo que sintieron al enfrentarse a la mula infernal ni la imagen de su transformación. La historia se transmitió de generación en generación como un recordatorio de que el pecado y los secretos no solo condenan a quien los carga, sino que también pueden convertirse en un castigo que afecta a toda una comunidad. Desde entonces, en las noches de luna llena, los habitantes de Patate cierran sus puertas con un poco más de fuerza, recordando la noche en que lo sobrenatural tocó las calles de su pequeño pueblo.