Soy Gumercindo Heredia y la historia que les contaré ocurrió en la parroquia de Malchinguí, cantón Pedro Moncayo, en la ladera de Sumir Rumi. Tenía diez años cuando sucedió, allá por 1967. Era una tarde tranquila, alrededor de las cinco, y yo estaba pastoreando a unos animalitos. De repente, escuché una bella música que parecía provenir de muy cerca. Al principio, pensé que se trataba de la partida tradicional de Malchinguí, y sin dudarlo, corrí hacia donde creía que estaban. Sin embargo, por más que busqué a mi alrededor, no encontré a nadie. La música desapareció tan rápido como había llegado, dejándome desilusionado. Sin más opción, regresé con mis animales.
Mientras el sol se ocultaba tras las montañas, el cielo se tornaba de un color anaranjado oscuro y lo que antes me resultaba familiar ahora se sentía amenazante. Pensativo, me dije: "¿Y si la música vuelve? Ya van dos veces... No puede ser una coincidencia. ¿Será que alguien me está jugando una broma?"
Pocos minutos después, volví a escuchar la música de fiesta. Corrí de nuevo, convencido de que esta vez sí encontraría a la gente que suponía venía por el sendero. Pero, como la vez anterior, no había nadie. El silencio que quedó era sepulcral. Frustrado, volví a reunir a mis animales.
Sin embargo, la música regresó nuevamente, con más fuerza, como si me llamara. Decidí no regresar sin descubrir qué estaba sucediendo. Corrí y busqué por todos lados, pero el resultado fue el mismo: no había fiesta ni personas, solo un silencio profundo y una sensación extraña que me recorrió el cuerpo.
Mientras reunía a los animales, la música volvió a aparecer, pero esta vez era más débil, como si se desvaneciera en el viento, apenas un eco lejano que parecía querer aferrarse a mí. "No... otra vez no," susurré para mí mismo, "no me dejaré engañar." Aunque mi corazón latía con fuerza, me obligué a mantener la calma y a concentrarme en guiar a los animales de vuelta a casa. Sabía que cuanto antes saliera de ese lugar, más seguro estaría.
Con cada paso que daba, la sensación de que algo o alguien me observaba se hacía más intensa. A cada paso, sentía el peso de una mirada invisible, como si algo en las sombras me vigilara. Miraba hacia atrás con frecuencia, pero no veía nada más que las siluetas oscuras del paisaje que, poco a poco, se fundían en el atardecer.
Aceleré el paso, tirando suavemente de las riendas de los animales, que, al igual que yo, parecían inquietos. Sus orejas se movían nerviosas y, de vez en cuando, se detenían, como si también percibieran lo que yo no podía ver. El silencio del campo era abrumador; ya no se escuchaba el canto de los pájaros ni el crujido de las hojas bajo mis pies. Solo el sonido de mis propias pisadas y las de mis animalitos me acompañaba.
A medida que me acercaba al pueblo, las luces de las casas comenzaban a asomarse a lo lejos, como un faro de esperanza en medio de la creciente oscuridad. La sensación de alivio aumentaba con cada paso. Solo cuando estuve cerca de mi hogar, me permití respirar tranquilamente, donde las sombras y la música no podrían alcanzarme.
Nunca volví a pastorear en esa ladera. Los ancianos del pueblo, al escuchar mi relato, decían que en las colinas de Sumir Rumi, al atardecer, el viento trae consigo sonidos de fiestas que ya no existen, ecos de tiempos olvidados, como si el pasado se deslizara por las montañas para confundir a los desprevenidos. Pero otros, más cautelosos y con la mirada sombría, susurraban que era el diablo mismo, que habitaba esos parajes solitarios, buscando almas inocentes para engañar. Decían que su astucia era conocida en la región: disfrazado de fiestas, de risas lejanas y de música, seducía a quienes vagaban por las colinas, especialmente a los niños, a quienes podía desorientar con melodías tan bellas que era imposible resistirse. Quien caía en su trampa corría el riesgo de perderse para siempre, atrapado en un lugar donde el tiempo no existe, vagando entre sombras y ecos.
Con el paso de los años, cada vez que pienso en ese día, un escalofrío recorre mi cuerpo, como si la melodía aún resonara en algún rincón lejano de mi mente. Lo que viví no fue una simple alucinación ni un juego de mi imaginación. Algo o alguien intentó atraparme aquella tarde y, desde entonces, cuando escucho música en un lugar solitario, siempre me detengo, lleno de cautela, y me aseguro de no seguirla, por miedo a lo que podría esperarme al final de esas notas.
Informante oral
Gumercindo Heredia nació el 12 de enero de 1957, en Malchinguí. Es el primero de 10 hermanos. Trabajó en una florícola durante 30 años y actualmente se encuentra jubilado. Es casado y tiene ocho hijos.