Por Dorys Rueda
Desde la primera lectura, esta leyenda me cautivó. En sus líneas descubrí un antiguo resplandor escondido entre las aguas, una metáfora de los deseos humanos y de la naturaleza que guarda sus propios secretos. La versión que escribió Miguel Ángel Puga Arroyo despertó en mí la necesidad de volver a escuchar esa voz que viene desde los ríos y las piedras, para darle nueva vida en estas páginas.
Cuentan los antiguos que el carbunco ama los lugares donde el agua canta. Así como la sirena se demora en los chorros cristalinos y el cuiche aparece en los remansos y cochas, el carbunco busca las corrientes puras, los manantiales y los pozos donde el reflejo del cielo se confunde con la sombra de la tierra. El agua es su casa, su espejo y su frontera; en ella se alimenta, se esconde y respira la magia.
Sea mito o advertencia, lo cierto es que hace no mucho, en el río Granobles, cerca de la hacienda Flor del Valle, se hablaba de un extraño visitante que aparecía al atardecer. Los pobladores aseguraban haberlo visto moverse sobre las piedras del cauce, como una sombra con vida propia, brillante y esquiva.
Algunos campesinos lo describían como un animal diminuto, oscuro como la noche, con un solo ojo en medio de la frente, redondo y palpitante como si tuviera vida propia. Aquel ojo, cubierto por un párpado grueso y negrísimo, se abría de pronto dejando escapar un destello rojo, tan vivo como el fuego o como el rubí más puro. Cuando la luz surgía, parecía encender el río entero: las aguas temblaban, los peces huían hacia el fondo y hasta los árboles del borde parecían inclinarse, como si reconocieran en aquel resplandor una fuerza antigua.
Dicen que el brillo era tan intenso que podía verse desde lejos, como un faro diminuto que respiraba bajo el cielo. Algunos aseguraban que no era un ojo, sino una piedra encantada, un corazón de fuego que el propio río había engendrado para recordar a los hombres que no todo lo que brilla está hecho para poseerse.
Dicen que cuando el carbunco se sentaba sobre la piedra grande del río, los curiosos lo miraban desde lejos, temerosos de acercarse demasiado, porque sabían que aquel brillo era un llamado: un desafío entre la ambición y el respeto. Los hombres, atraídos por la promesa del oro y las piedras preciosas, decían que aquel ojo era un rubí encantado, capaz de convertir en rico a quien lo poseyera.
No faltaron los valientes —o los codiciosos— que intentaron atraparlo. Armados con redes, trampas o palos, corrían hacia la orilla cuando el resplandor aparecía. Pero el carbunco era más rápido que la mirada: apenas oía el crujido de una rama o el murmullo de pasos humanos, se deslizaba bajo el agua y desaparecía en un torbellino de burbujas.
Don Virgilio Jaramillo, dueño de la hacienda Flor del Valle, aseguraba haberlo visto varias veces. “Brillaba —contaba— como si una lámpara de sangre encendiera el río”. Su voz se llenaba de asombro y deseo cuando relataba que, en las noches de luna nueva, el carbunco parecía moverse con lentitud, como si cuidara algo bajo las aguas.
Un día, decidido a quedarse con el tesoro, mandó a romper la piedra donde el carbunco solía posarse. Los hombres colocaron dinamita y esperaron con ansias. El estruendo fue tan fuerte que estremeció el valle entero. Durante unos segundos, un resplandor rojo se elevó entre el humo y las gotas, como un corazón encendido que se negaba a morir. Luego, el rubí cayó al río y nunca más se volvió a ver.
Desde entonces, el río Granobles guarda un silencio distinto cuando cae la tarde. Algunos aseguran que, al anochecer, una luz roja titila entre las piedras, moviéndose lentamente bajo el agua. Otros dicen que no es un rubí lo que brilla, sino el alma del carbunco, que sigue vigilando el lugar donde fue traicionado.
Quienes aún escuchan su rumor saben que el río no olvida: enseña, a su manera, que lo sagrado se esconde cuando el hombre intenta poseerlo.
Porque el brillo más intenso no siempre anuncia riqueza. A veces, solo revela el misterio.
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