Fuente oral: Pablo Chamba Espinoza
Recopilación: Óscar Ruiz
Hace años, en la parroquia San José, llegó una familia campesina. Venían de lejos, nuevos en el lugar y cargados de esperanza por empezar de nuevo. El padre era un hombre fuerte, de carácter rígido; la madre, una mujer valiente y respetada; y el hijo, un niño juguetón y curioso.
Pero una noche fatídica, el niño salió de su casa y caminó hasta un campo cercano. Permaneció allí hasta el amanecer, cuando un vecino lo encontró y le preguntó qué hacía tan tarde. El pequeño, pálido como la luna, levantó la mano y señaló hacia su vivienda.
—Ellos están durmiendo —murmuró con una voz apagada y sin vida.
El hombre, alarmado, entró en la casa y descubrió los cuerpos sin aliento del padre, de la madre… y del propio niño. Huyó despavorido.
La vivienda desapareció poco después, como si nunca hubiera existido. El vecino, marcado por lo que vio, también abandonó el pueblo sin despedirse.
Desde entonces se dice que, si alguna vez ves a un niño pálido y desnutrido, no intentes acercártele: podría ser él, buscando compañía. Y quien lo sigue, termina muerto.