Antonio Campoverde

 

En la ciudad de Loja, en aquellos rincones oscuros donde hoy por hoy también transitan por las noches lúgubres, los borrachitos y los enamorados, hace algunos años, el pavor indescriptible se apoderaba de ellos cuando veían de lejos a la LUTERANA.

La Luterana se ocultaba en los rincones oscuros y en las casas abandonadas de la ciudad, en los cercos de los barrios cercanos al centro, espiando muy quedamente a sus infortunadas víctimas. Vestía un atuendo completamente negro, se extasiaba en su luto perenne y en su tristeza fantasmagórica. ¿Buscaba a sus hijos? ¿Buscaba a su amante por las noches? ¿Buscaba el vago, triste y simpático caminar de las parejas felices para combinar su sincera alegría con un poco de la tristeza de su corazón marchito. ¿Tenía corazón la luterana?

Cuál no sería la sorpresa de aquellos caminantes noctámbulos cuando de repente, al verla acercarse, un feroz y trepidante brillo plateado asomaba entre su oscuro ropaje. Era un puñal nuevo, afilado y largo como el de un carnicero en pleno desposte. Tan incitante era para ella aquella macabra melodía de latidos que la acompasaba con sendas puñaladas que penetraban una y otra vez en las carnes de los jóvenes amantes, en las carnes de aquellos borrachos empedernidos, en las carnes de aquellas mujeres que se fugaban por las noches para encontrarse con sus amantes en callejones y rincones solitarios, aptos para el amor prohibido. Una y otra vez, una y otra vez aquel puñal lo clavaba en los pechos de aquellas amantes que vagaban por los rincones en el regreso a su casa. Una y otra vez mientras la sangre trepidante brotaba a borbotones por las gargantas de aquellos borrachos que se quedaban dormidos en las aceras. Cómo se habría llenado de la chispeante sangre aquel rostro que jamás habían conocido sino únicamente hasta el momento de conocer su fatídico final.

Algunos dicen que fue Palmira su verdadero nombre; otros la conocían como la Loca María, y los más avezados llegaron a decir que su nombre era Elizabeth y que se había escapado de un convento de la ciudad. Lo cierto es que la luterana había sido muy bella, porque pertenecía a una de aquellas familias aristocráticas donde habían cuidado la belleza y su felicidad a costillas del trabajo sufrido de sus sirvientes. Vivía bajo el suave arrullo de las fiestas y cenas aristocráticas de las que siempre han sido partícipes los apellidos de abolengo. En una de estas celebraciones conoció a alguien, algún hijo o algún pariente de alguien de mayor abolengo, poderío y dinero que ella. Él la enamoró o mejor dicho, se aprovechó del enamoramiento que ella ya se había hecho a sí misma a causa de las gracias que parecíale que irradiaba aquel individuo que estaba enseñado a mayores lujos y más altos lugares de sociedad. Ella lo dio todo, algunos dicen incluso que él la había hecho abortar dos veces en la clandestinidad, prometiéndole amor futuro y una vida feliz juntos. Ella estaba poseída por las mentiras y la pasión de aquel ser del cual el nombre nunca quedará en visto porque podría dañar la virtuosidad de su noble apellido. Algunos lo llaman José, otros Manuel y alguien de una vez osó por llamarlo José Javier. Nosotros lo llamaremos Mateo, porque así se llamaba el padre de aquel individuo tan controversial. Lo cierto es que Mateo fue visto por María o Palmira, o María Palmira, cuando éste regresó del extranjero, a donde sus padres lo habían enviado para acrecentar aún más los lazos diplomáticos y aristocráticos de su familia, junto a otra mujer, que era de un abolengo mucho mayor al de María y al del propio Mateo.

En ese momento María Palmira cayó en un estado de profunda depresión, durante la cual su bello rostro fue marchitándose a causa de la tristeza y la desdicha. Ella intentó suicidarse en varias ocasiones, bebiendo veneno, pero su familia, en cuanto supieron de sus angustias y trepidantes ansias suicidas, decidieron encarcelarla en su propia habitación donde le habían puesto llave por fuera.

Al principio de aquella angustiante etapa de su vida, quienes la conocían no dejaban de preguntar por ella, mintiéndoles sus padres que había viajado a Quito o al extranjero, todo podría decirse mientras no fuera que llegasen a descubrir el macabro aspecto del que se revestía la desdichada María Palmira. Algunos dicen que su aspecto a los 30 años, era el de una mujer que le doblaba en edad, por lo que muchos que la conocían ya no podrían ni reconocerle, y otros, no podrían sentir ya interés alguno en alguien que se veía peor que la servidumbre. En secreto y en desconsolada soledad, tenía que evitar que sus amigas la vieran en el estado en el que se encontraba.

Su familia intentó ayudarla, pero su depresión se convirtió en un odio exacerbado hacia la soledad hacia las fiestas, hacia las reuniones sociales, pero sobre todo, a las borracheras y al amor clandestino, porque fue en una de estas ocasiones donde se había entregado por entero a su primero y único amor.

Algunos dicen que ella intentó recuperarse y que había vuelto a la iglesia los domingos, aunque tenía que ocultar su demacrado rostro y la gente ya no la veía como antes, ahora quizás con una muestra de desprecio, de pena o de calmosa clemencia. Sin embargo, quienes creen saber el relato de su historia, dicen que en la iglesia un día se había encontrado con Mateo y su esposa y que esto la enloqueció. ¡Mentira! ¡Absolutas falacias! Lo cierto es que cuál no sería el gozo de aquella señora y de aquel Mateo, que viéndola toda demacrada y toda abochornada como la servidumbre, las risas y quizás las burlas en diminutas miradas soberbias, fueron suficientes para que ella recordara y sobre todo, estallara con todo ese dolor que tenía adentro. Como una fiera se lanzó a defender su orgullo herido, sin embargo, los encopetados familiares de él y de ella, como si no hubieran visto cosa tan atroz en este mundo, gritaban con ese pasivo desdén de aquella gente que descarga odio, mientras se ocultan en una coraza de fingida victimización y hacen barbullo para que todo el mundo escuche y vea lo que sucede: “Llamen a la policía”, gritaban con esa voz de viejas ricas y de petulantes escorias sociales.

Entonces alguien cercano a María Palmira le dijo casi en secreto: “!Huye!”

Y ella huyó.

Desde entonces, abochornada por el suceso, y quizás con miedo de ser denunciada si es alcanzada a ser vista, comenzó a aparecer por los callejones en las noches lúgubres y las madrugadas oscuras y lluviosas. Ella sabía que era mejor morir joven que padecer para siempre el oprobio social del cual fue víctima; sin embargo, cuando la veían por aquellas calles nocturnas la gente comenzó a ponerle un nombre: LA LUTERANA, y comenzaron  a burlarse de ella. Pero, si ya el amor se había burlado de ella, así mismo ella no dejaría que para siempre una vez más alguien se burle así de su triste suerte, y cogiendo un puñal que brillaba entre sus negras ropas, se lanzaba contra las parejas y borrachos que hace un tiempo de ella se burlaron y pensando en Mateo, en su esposa, en las burlas y en el ostracismo social, descargaba con su puñal cuchilladas sin compasión. Al principio se vio las manos, sintió miedo y luego corrió. Pero después de probar el dulce sabor de la venganza social, se reía frenéticamente al llegar a consumarla, antes de huir de la escena del crimen.

La policía que por ese entonces era tan temerosa como cualquier campesino que ha visto al diablo aparecerse por los caminos escarbados de la montaña. No intentaba dar con el paradero de aquella alma que osaba combatir los amores prohibidos en la ciudad. Se dice que hubo un operativo, una simulación de una pareja, entre dos policías, para ver si lograban atrapar a esa alma de otra vida, a ese espectro macabro que destruía la tranquilidad de los vecinos de Loja.

Hasta que, de un momento a otro, sintieron que alguien se acercaba hacia ellos lentamente. Cuál no sería su terror al verla que a uno de los policías se le ocurrió decirle:

-¡Si eres una almita, aléjate!

Ella continuó acercándose, iba lentamente, quizás algo dudosa, quizás algo presentía, quizás no era que ella se lanzaba como fiera ante las parejas.

Lo cierto es que los temerosos policías sacaron sus armas y descargaron sobre ella todas las balas que contenían sus armas. Por el terror que sentían, no era posible que hicieran pausas. Y aquella bárbara balacera dio sus frutos, la luterana cayó herida de muerte. Y el hijo y la nuera del Coronel de Policía Mateo Burneo Valdivieso, podrían descansar tranquilos porque hasta ellos jamás llegará su venganza. 

Toda la ciudadanía acudía a la morgue para ver quién era la luterana, cuando sus familiares la vieron, lloraron desconsoladamente su partida. Incluso se dice que, en secreto, un joven que la había amado siempre en secreto, al verla recostada sobre la fría mesa metálica del anfiteatro, le puso un anillo. 

Luego la sepultaron, el cura que ofició la misa era un viejo amigo de la familia, ya que, el Obispo de Loja había prohibido que se diera cristiana sepultura a una mujer que había sembrado terror hasta el punto de asediar a toda la ciudadanía lojana.

 

VIDEO: LA LUTERANA

Antonio Campoverde

 

 

 

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  • homeLa autora Dorys Rueda, 13 de Febrero del 2013.
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  • mapOtavalo, Ecuador, 1961.

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